Abrió los ojos y miró la telaraña que colgaba ociosa en el techo. Había pasado días en la cama hasta que alguien tocó el timbre de forma insistente. Con dificultad se levantó y abrió la puerta. Unos hombres entraban en el ascensor.

En ese momento recordó que había comprado un tercer congelador. Llamaría al establecimiento con alguna excusa para que le devolvieran el dinero. Ya había dejado de cocinar porque no le cabía la comida en los dos congeladores que había comprado. Tendría que comenzar a comerse todo lo almacenado durante los tres últimos meses. Estaba cansada de invitar a su familia y amigos a cenar o a pasar el fin de semana juntos. Decían que no tenían tiempo, que tenían que trabajar, cuidar a los niños, a las mascotas y que “no les daba la vida”. Eran sólo evasivas, por temor al contagio. Sabían que la fatalidad se podía trasmitir y no estaban dispuestos a que sus vidas perfectas se desmoronaran.

Hacía más de 300 días que había perdido su empleo; había sido sustituida por Eva, una inteligencia artificial. Ahora era ella la se encargaba de la contabilidad de la empresa. Eva, que de forma aparente no se inmutó al ser sustituida por la otra Eva más inteligente que ella, se había aficionado a los tutoriales de cocina; siempre había querido aprender a cocinar porque nunca había sido tan buena cocinera como su madre, ni como su abuela, ni como su tía, lo que la convertía en una mujer incompleta, según su familia.

La lluvia no cesaba de golpear la ventana, por la que apenas veía un retazo del cielo, en esa mañana cuando ocurrió. Había pasado unos días comiendo, durmiendo y siendo náufraga en las redes sociales.

Cortaba carne de ternera que, al descongelarse, permanecía dura cuando vio un líquido negro que cubría parte de ella. Continuó con su tarea mientras varias gotas negras caían sobre la encimera cuando se percató de que tenía un pequeño corte en el dedo índice. Con la mano izquierda cogió la macheta y cercenó el dedo corazón. La sangre salpicó y moteó los cristales empañados de la ventana.

Eva recogió el trozo de dedo que cayó al suelo y lo observó con detenimiento, luego comprobó que servía para hacer scroll. No tenía ningún mensaje nuevo en sus redes.

Con avidez clavó el cuchillo en varias partes de su cuerpo, hasta que se desplomó sobre un charco negro mientras la araña continuaba tejiendo en el techo.

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