Ante todo, que sepas que no editamos a Darío porque sí, o porque a mí me diera el capricho. Su currículo contenía un par de premios importantes, entre ellos el que concedía un conocido círculo de críticos y poetas. Hicimos nuestros cálculos, sobre todo de los riesgos, y mis socios y yo llegamos a la conclusión de que valía la pena intentarlo. Ya teníamos unos cuantos autores de poesía en nómina, que la verdad es que lo hacen bien, aunque ya sabemos que este tipo de literatura no se vende como churros. Ahora, los géneros en los que vale la pena apostar son la novela histórica y de misterio, tanto mejor si son las dos cosas juntas.
Pero en aquel momento, cuando empezaba a crecer el sector editorial con la aparición de Internet, los gustos del mercado aún no estaban tan definidos y podíamos arriesgarnos a ofrecerle al público algo nuevo, a ver qué sucedía. Eso fue lo que planteé a mis socios, porque en esta casa el innovador y el que nada contra corriente siempre he sido yo. Y me hicieron caso, así que llamé a Darío, le dije que estábamos interesados en su obra y quedamos en que pasaría por nuestras oficinas, unos días más tarde, para hablar de las condiciones del contrato de publicación y, si le convenía, para firmarlo cuanto antes y ponernos a la faena.
Hasta ahí, todo funcionó según lo debido. Nos envió una selección de sus poesías, encargamos las planchas y pronto tuvimos las galeradas para hacer las correcciones pertinentes. Entonces se torcieron las cosas. Se pilló un cabreo de mucho cuidado nada más verlas. Le dije que se calmara, que sólo eran las pruebas, que se podía quitar todo lo que le pareciese mal. Y en qué mal momento lo dije, porque todo, absolutamente todo, le parecía mal. El tipo de letras, el tamaño de la página, la justificación del verso… una auténtica locura, nunca hemos tenido que hacer tanto trabajo de corrección y edición como con ese libro. La verdad, a la vista del resultado, por muy magnífico que sea, no mereció la pena.
Tiempo después, visto lo bien que se había vendido el primer libro, volví a llamarle, tengo que confesarte, con el miedo corriéndome por el cuerpo. Si aceptaba volver a publicar con nosotros, me temía lo peor. Aún más problemas, aún más trabajo para mí. Pero mis socios insistían, y los negocios son los negocios. Levanté el auricular, crucé los dedos y marqué su número. Se alegró de oírme, pero en cuanto fui al grano, su voz se volvió triste. Hace mucho que no escribo, me dijo. No tenía nada nuevo para nosotros. Fíjate, en lugar de sentir alivio… sentí una enorme decepción.
Y lo siguiente que me dijo, ya me acabó de rematar. Se me ha muerto el bolígrafo de la poesía, me confesó. Darío tenía un bolígrafo de poesía, como el que se me murió a mí antes de tener el bolígrafo de los negocios.
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