Zhorbel apareció un día cualquiera. Nadie supo cómo ni cuándo. Su llegada fue tan sigilosa que parecía haber habitado por siempre, inmóvil, en el comedor auxiliar de la vieja casa, como tantos otros objetos que olvidamos con el paso del tiempo. 

Fue en el verano del ’85 cuando lo descubrí al volver del trabajo. Pensé que alguien lo había dejado allí por casualidad, pero Sara, los niños y Manuela, la empleada, negaron cualquier relación con él. Rememoré su forma indefinible, una mezcla de formas geométricas ensambladas sin ninguna lógica. Su base curva me recordaba la mitad de un huevo, de ella, surgían pequeñas protuberancias, como botones desparramados de un teclado obsoleto. Una de ellas emitía un débil brillo en la oscuridad, palpitante, como si respirara.

Al cabo de muchos años, Zhorbel comenzó a desplazarse. Me lo encontraba en el baño, en la sala, incluso dentro de mi maletín de trabajo. Al principio, quise atribuirlo a una suerte de broma, pero cuando apareció en habitaciones cerradas con llave, mi desconcierto se mezcló con un leve temor. Sin embargo, su presencia, aunque inquietante, no la percibí agresiva de ninguna manera. Con el tiempo, terminé por aceptar su compañía, sobre todo, en mis largos y cada vez más frecuentes momentos de soledad. Me sorprendí hablándole, a veces con rabia, otras con melancolía. No respondía, pero su silencio parecía una confirmación de que entendía más de lo que yo pudiese imaginar.

El otro día, lo toqué. Su superficie era templada, viva, como si tuviera su propia temperatura. En otra ocasión, derramé café cerca de él; el líquido lo rodeó sin tocarlo, como si una barrera invisible lo protegiera. Cada detalle de Zhorbel desafiaba las leyes de lo cotidiano, su naturaleza era indescifrable.

Con los años, noté algo perturbador: mientras todo a mi alrededor envejecía, Zhorbel permanecía inalterable. La casa acumulaba grietas, los muebles se desteñían, pero él seguía idéntico al día en que llegó. ¿Por qué estaba ahí? ¿Qué quería de mí? Esos interrogantes se convirtieron en obsesiones frecuentes que no lograba dilucidar.

Finalmente, decidí abandonar la vieja casa. Empaqué lo necesario. Los hombres de la mudanza se encargaron de todo lo demás. Dejé atrás mis recuerdos de mejores días. Quise asegurarme, di un último vistazo antes de cerrar la puerta, ahí estaba él, inmóvil en el centro mismo de la mesa auxiliar donde lo descubrí el primer día. Cerré la puerta, una mezcla de alivio y desasosiego invadió mi ser.

Una vez instalado en mi nuevo hogar, mientras deshacía las maletas, pensé en tomar una buena ducha. Busqué la toalla dispuesta en el mueble que Manuela había organizado antes de mi llegada. Abrí el primer cajón y entonces lo vi. Zhorbel reposaba ahí, entre las suaves telas blancas, como si hubiese estado siempre allí, esperándome.

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