Mr.
Pattinson, apoyado en su bastón, entró e hizo sonar la campanilla de la puerta.

—Good
Morning. Can I help you? —dijo la joven dependienta barbilla en alto y sonrisa forzada.

—Morning
—dijo Mr. Pattinson—. Lleva poco tiempo en Londres, ¿verdad?

—¿Tanto se
me nota?

—Un poco. Imagino
que, además de para ganarte un dinerillo, habrá venido para aprender inglés.

—Sí, lo
necesito para mi licenciatura. Si todo va bien, acabaré derecho el año que
viene. Me gustaría ser abogada penalista.

—Ya sé a
quién acudir si cometo algún crimen —dijo con sonrisa burlona—.
Tranquila, es broma.

—Eso quiero
entender.

—Dígame, ¿qué
crimen puede hacer alguien como yo? —Y se separó del mostrador para que le viera
bien.

—Por cierto,
habla muy bien el castellano. ¿Dónde lo aprendió?

—Mi esposa
es de Alicante. Solíamos pasar allí los inviernos.

—¿Y en qué puedo
ayudarle?

—Venía a
comprar un juego de té, uno baratito.

—Creo que
tengo lo que necesita.

La muchacha se
le adelantó. A pasos cortos, arrastrando el peso de los años, Mr. Pattinson la
siguió y se sumergió entre las estanterías repletas de cachivaches de segunda
mano.

«O sea que
es aquí donde acaba lo que se desecha», pensó.

La melosa
voz de la dependienta le sacó de sus cavilaciones.

—Este creo
que le gustará. Pero tiene una pega: solo tiene cinco tazas.

—No es un
problema. Solo usaremos dos.

El teléfono
de la joven sonó de repente. Mr. Pattinson aprovechó la interrupción para
comprobar el estado del juego de té. Le llamó la atención lo pintado en la
tetera: una pareja, un hombre con esmoquin y una mujer con un vestido blanco de
vuelo, que bailaba agarrada sobre un mar de nubes. Y le evocó cuando su tetera se
hizo añicos. Fue una tarde desapacible: la luminosidad que penetraba en la
habitación a través de las cortinas era más bien escasa. Él, en una silla,
leyendo el periódico, y ella, postrada en la cama, sin parar de hablar:

—Ya me lo
decía mi madre: “Tú no estás hecha para vivir en Inglaterra”. ¡Qué razón tenía!
Yo, acostumbrada a levantarme como el sol, y mírame: estoy más nublada que el
tiempo. Pero ¿me estás escuchando?

Mr.
Pattinson miró a su mujer por encima de las gafas y dijo con parsimonia:

—Claro.

Al cabo de una
nueva retahíla de frases escupidas por su mujer, dejó el periódico en la
mesilla, cogió una taza, introdujo una pajita y se la acercó a ella, a los
labios.

—¡Está frío!
—exclamó de malas maneras.

«Más frío
estoy yo», pensó. Y al tratar de dejar la taza sobre la mesilla, tuvo la mala
fortuna de hacerla caer junto con la tetera.

—¿Qué, le
gusta? —la voz de la joven le devolvió al presente.

—Esto…—balbuceó—.
Sí, me lo llevo.

Dirección a
la puerta, miró de reojo las estanterías que dejaba atrás. Y ya en la puerta,
con el juego de té bajo el brazo, miró el cielo.

—Hoy creo
que también lloverá.

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