Entre líneas

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JotaDeArte

08/01/2025

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Apenas cinco minutos después de llegar a mi consulta recibo a la primera cita de la tarde. Elena, mujer de treinta y dos años, deposita sus enseres sobre la mesa mientras lamenta en voz alta que nadie sea capaz de comprender el drama en que se encuentra instalada desde hace meses. Es su tercera sesión, por lo que se otorga la suficiente confianza como para atreverse a manifestar que su esperanza es que al menos yo, como terapeuta, la entienda. Sin pausa, añade que no le resulta sencillo cuidarlas de manera adecuada y hacer que crezcan sanas, quejándose gestualmente de que el mimo excesivo acostumbre a volverse en su contra.

A medida que habla se delata obsesionada, son el centro absoluto de toda su atención. Las luce en colores vivos y exagera al querer protegerlas en exceso del reinante calor. Me intriga conocer el origen de tal dramatización. Quiero comprender por qué se le saltan las lágrimas al hablar y que haya sido la causa que le ha llevado a no querer salir de casa.

Sin darme opción de intervenir, prosigue su monólogo expresando que a menudo es criticada por el excesivo gasto que su cuidado le provoca, a pesar de lo cual considera que debe dedicarles todo lo necesario para que mantengan la consistencia idónea.

Inquiere al fin mi consideración al respecto y si opino que suponen un obstáculo en su vida, habiéndome explicado previamente que impiden que trabaje con mayor diligencia e incluso que llegan a incapacitarla en ciertos aspectos.

Su expresión revela que mi respuesta dista bastante de la esperada. Se muestra molesta, más cuando le sugiero sutilmente que explore otras alternativas, que apueste por soluciones naturales, ya que va a encontrar pocas personas capaces de ponerse en su lugar y que empaticen con su constante padecer ante la posibilidad de que en cualquier momento se le pueda romper una uña.

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