De repente, la luz desapareció, todo se nubló, y a pesar de haberme escondido en esta habitación no he logrado que la densa niebla deje de salpicarme. Las ojeras que adornan mi rostro pronto crecerán hasta ser incontrolables. ¿En qué me convertiré? Seguirán creciendo, ¡claro que seguirán creciendo! Mis noches de obligada vigilia se encargarán de ello, pues si dejo que el dulce sueño penetre en mí, es posible que pierda la movilidad para siempre. 

Día, noche, noche, día, ¿cuál es la diferencia? No puedo saberlo, las horas pasan sin que pueda ser consciente de cambio alguno. Tiempo, tiempo, tiempo, más tiempo que desaparece por la pequeña ventana de la pared, imperceptiblemente. Y en el techo la misma puerta en la que todos y cada uno de los días estoy tentado a llamar. Creo que ha llegado el momento de hacerlo.

Mis ojeras son tan grandes que a penas veo la pequeña escalera de subida a la puerta; son tan grandes que choco contra las paredes del cuarto. Se revientan y litros de sangre caen sobre mi cuerpo. La hinchazón disminuye ligeramente y puedo ver con más nitidez. Las fuerzas también disminuyen, pero tengo la certeza de que no será ahora cuando me abandonen. Subo la escalera. Llamo primero levemente, luego con fuerza. Sé que ha llegado el momento.

La sangre me llega hasta las rodillas, mientras, el tiempo sigue escapándose por la ventana. Yo continúo llamando. Mis nudillos se rompen, pero al fin he obtenido respuesta. Alguien me recibe. Aunque en un principio la luz que despide aquella visión me hace creer que mis ojos han sido cegados por completo, estos pronto se acostumbran. Lo que veo me intimida de tal forma que no soy capaz de articular palabra, pero mi duda se deshace pronto de la parálisis.

-¿En qué me convertiré?- le pregunto al ser.

-No creo que debas preguntármelo a mí, aunque no puedo negar que conozco la respuesta. De todas formas, esta no es la cuestión importante. Yo te pregunto, ¿tienes idea de lo que está por venir?

Su pálida tez experimenta un cambio repentino; su mirada perdida se clava en mí. Pequeñas bolsas azuladas se dibujan bajo sus ojos y crecen, de forma lenta pero implacable. Su mano se posa en la mía y se funde en mi piel. Una masa viscosa… ¿Qué ocurre? La masa viscosa mana de su boca. El ser hace grandes esfuerzos por pronunciar una palabra, pero es inútil; se traduce como un gorjeo que cae sobre su cuerpo y salpica el mío. Observo su desintegración, se empeña en decirme algo que no puede. Sin soportarlo más, cae al charco y se diluye.

Asustado, trato de escapar; salgo de la habitación atravesando, por fin, la puerta. Esta se cierra y desaparece. Me doy cuenta de mi error y de lo astuto de la jugada: estoy condenado…

El tiempo ha dejado de escapar por la ventana. Soy consciente de que será mi único compañero para siempre.

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