Odio a los ratones. Y les temo. Reconozco que es un miedo irracional, como todos los miedos que se tienen a lo que de ninguna forma podría siquiera amenazarnos. Y aquello que vi por el rabillo del ojo era un ratón. Lo vi aparecer y desaparecer por debajo del mueble bar, en una fracción de segundo. Un ratón huidizo que me descompuso el cuerpo.
Vivía solo en el piso, así que no tenía necesidad de disimular mi terror. Me acerqué al mueble bar y lo pateé con la intención de que el ratón sintiera, al menos, el mismo pavor que yo. Y surtió efecto o eso me pareció. Por el otro extremo del mueble, no un ratón sino una terrible pelusa del tamaño de una pelota de ping-pong, emprendió la huída hasta quedar acorralada al final del pasillo. Me acerqué a ella con todo sigilo para observarla con detenimiento. Era de color gris oscuro y bastante tupida. Estaba allí, temblando, como preparándose para hacerme frente.
Por lo visto, que para que se forme una pelusa es imprescindible un pelo, al que se van agregando otros pelos, polvo, piel muerta, telarañas, fibras… y que estos minúsculos ingredientes se van uniendo, lo que hace que la pelusa vaya aumentando su tamaño. Pero nadie habla de su edad. Alguien puso el primer pelo y otros «alguienes» los demás pelos. De hombre, de mujer, de cualquier parte del cuerpo… La piel muerta puede ser mía, pero también de quienes estuvieron antes, igual que los pelos. En cuanto al polvo, en los pisos de alquiler nadie lo quita, por lo que supongo que con el tiempo irá cayendo al suelo por acumulación. Las telarañas, imagino que cuando cayeron fueron acogidas en su nuevo hábitat por la pelusa aún adolescente, como si fuera una nueva vida. En cuanto a las fibras… mejor no pararse a pensar en ellas.
El caso es que la pelusa dejó de moverse, como si estuviera más tranquila al comprender que no quería hacerle daño sino que trataba de comprender su delicada situación. Me arrodillé frente a ella. Algunos de sus pelos eran de color rojo, y los oscuros, unos más claros que otros aunque ninguno canoso. Eso me indujo a pensar que se trataba de una pelusa aún joven, y comencé a sentir cierta ternura.
Con dos dedos y con mucho cuidado para no aplastarla, la recogí del suelo para colocarla sobre la palma de mi mano y seguí mirándola durante un buen rato, ya sentado en el sofá del salón. Mi nueva amiga se llamará «Pili». No termino de acostumbrarme a lo impersonal de los pisos de alquiler, ni a la soledad, por lo que agradezco su compañía.
Ya no nos tenemos miedo. A veces le pregunto por los inquilinos anteriores, pero Pili debe ser tímida porque no me responde. Entonces, la suelto por el suelo para que disfrute de un poco libertad. Cuando se cansa vuelvo a recogerla del lugar exacto donde nos conocimos y la coloco dentro de su jarra de cristal para no perdernos de vista en ningún momento.
Me alegra comprobar que, cada día, Pili se hace un poco mayor.
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