No digo que duerma, digo que puede pasar días inmóvil, asido a un eucalipto. No por garras ni pezuñas; no tiene patas, cola, hocico; no tiene vientre ni ventosas. Se difumina en la corteza. Yo, que nací y vivo aquí, en esta casa, en este patio de eucaliptos, lo distingo.
Si pasaran una mano sobre el leño, si sintieran por un momento que la aspereza de la madera desaparece y al tacto se transforma en nube. Si creyeran.
No digo que despierte, digo que un día se mueve. Sube despacio desde el tronco hacia las ramas. Al subir caen, como pétalos, rizos azul verdosos. Y huele a lilas.
En la hoja más alta se balancea, baila. Baila y en el cenit del baile cae. Se deja caer, como si se suicidara. No vuela, cae. No cae, se acuna. Más bien decae, como un átomo epicúreo. Ni la más fina pluma tendría su levedad, su dulzura para caer. Como si no cayera.
En un, digamos, posarse musical, roza la tierra. Al revés que los ángeles, canta aquí abajo. Un canto antiguo, ancestral, que canta lo perdido, lo por venir. Puede pasar horas cantando igual que el grillo y, como el grillo, cuando menos lo esperamos, calla.
Se alarga, se extiende, repta. Le nacen miles de aros de lombriz, rebusca en la tierra la humedad, construye un hoyo, se hunde en el suelo vegetal. Crece y se hunde, se hunde y crece. Desde el centro de la tierra lanza un grito de dolor que llega aquí, a la superficie. El alarido hace virar el cielo al rojo, espanta al animal. Sin la más leve brisa, el lirio del jardín tiembla.
Vendrán cien años de silencio antes de que mute, otra vez. Se trasviste, se acorta, sube. Vuelve con nosotros. Simula ser insecto, hoja, terrón de sal. A veces es palabra, a veces música, y siempre, siempre, es un finísimo pincel. El viento, que le obedece, lo deposita con reverencias en el mismo eucalipto del cual partió.
Se vuelve y con un ojo – que no tiene – nos lanza una penúltima mirada flamígera, que promete ajusticiarnos, pero al instante inventa un rostro de madre – que no tuvo – y una fe para nosotros. No es la muerte, nos dice, lo peor es el olvido. La nieve y el fuego son hermanos. Y uno cree que ni la nieve ni el fuego nos consumirá.
No vive, deviene en círculos concéntricos. Es lábil, evasivo, sin razón ni utilidad. No tiene forma definida. Yo, que tengo forma, nombre, razón de ser, voy a morir, lo sé. Jamás le daré un nombre.
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(Coda)
.
Un objeto
ni traslúcido ni opaco,
vacío.
Nada orgánico
o mineral;
un objeto sin forma.
Que carezca de sentido.
O que no exista.
Algo parecido al olvido.
Que no delate el rostro ni las manos.
Que oculte, sobre todo, lo invisible.
Que disuelva, como en un ácido,
lo que duele, lo querido.
Y ajeno, siempre,
más mutante que indeciso.
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