Recuerdo la primera vez que vi a un niño-silla. Fue durante mi primer año de profesor. Se llamaba Ezequiel Rivera Cortés y era un adolescente normal de quince años, cuya única característica a destacar era el flequillo negro que caía sobre sus ojos igual que un visillo atenúa la luz de una ventana.
Al principio, Ezequiel parecía estar atento, pues su mirada, aunque oculta tras su pelo, se fijaba en la pizarra durante toda la clase. Después, viendo que no solía traer las tareas y no participaba, empecé a intuir que aquel alumno miraba sin ver, por lo que probé a hacerle preguntas que parecía oír sin escuchar y a las que contestaba sin responder, con un silencioso encogimiento de hombros.
A los dos meses de empezar el curso me resigné y dejé de preguntarle. Ezequiel se había convertido en un misterio para mí, pero la exigencia de sus treinta compañeros me obligó a dejar de prestarle atención.
Tiempo después, noté con sorpresa y preocupación como el cuerpo de Ezequiel se había vuelto rígido hasta la parálisis. Sus brazos se habían quedado totalmente rectos junto a su tronco y se habían alargado hasta el suelo, transformándose en patas traseras. Sus piernas permanecían dobladas por la rodilla en un perfecto ángulo recto, convirtiéndose en asiento por la parte horizontal y en patas delanteras por la vertical. Por otro lado, su cuello se había acortado y hundido, dejando sus hombros a la altura de las orejas. Estaba totalmente estático y solamente su flequillo parecía reaccionar con alguna que otra ráfaga de viento. Fue entonces cuando, con cierta ansiedad, empecé a sospechar que no se movía, pues allí estaba cuando llegaba y allí permanecía cuando me iba.
Terminando el segundo trimestre, seguía preocupado, pero la rutina me había hecho normalizar la situación. A veces me preguntaba si debía hablar con él o con sus padres, pero la indiferencia del resto de compañeros y el peso del día a día me paralizaban tanto como a él. Aun así, cada día llegaba a clase y lo observaba atentamente. El color de su piel había mudado a ese verde asustado tan característico de los muebles de colegio, y sus ojos, ocultos tras la pelusa que antes fue su flequillo, eran ya dos remaches de aluminio fijos y listos para la oxidación.
Un día comenté el caso en la sala de profesores y mis compañeros, veteranos de aquel campo de batalla, contestaron entre carcajadas que no me preocupara, que era el típico caso del niño-silla.
— ¿Niño-silla? — pregunté extrañado.
— Sí — me explicaron. — Niños que acaban siendo un mueble más.
Desde entonces he visto muchos niños-silla fusionados con su aula, siendo felices y útiles como apoyo de alumnos que vienen y van. Incluso he llegado a ver a niños que, de tanto dormir sobre su pupitre, acaban convirtiéndose en mesa. Pero esa es otra historia, la historia de los niños-mesa, la cual dejaré para otra ocasión.
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