Tres de la mañana. Éramos 423 aspirantes al empleo de auxiliar de clínica. Gran Hospital público de la época en que Franquito inauguraba pantanos y nosocomios. Mugre, muebles de fornica, luces tintileantes y enfermizas. Colillas de porros en un cuenco de loza. Vagabundos borrachos meando contra la pared.
La cola se incrementa en dos docenas de rezagados cuando el sol está apareciendo. La luz hace que varios aspirantes licántropos desaparezcan y se adelgace la fila. El olor a sobaco se rebaja mientras fugaces visiones de peludos desaparecen por las travesias
Ruido de portazos, capacitaciones de eficiencia a base de rulos de euros bajo mano.
Gran letrero rojo metálico: abstenerse los aspirantes sin documento FHM 353.
El Controlador es Bruno Albanese. Proporciona coartadas, anula multas impagadas llevándose una comisión y blanquea a sodomitas que están en tercer grado.
Traducido: en teoría el BOE lo deja clarinete: ninguna multa pendiente, ningún requerimiento judicial. Pero quedan exentos los perversos con parafilias y los pederastas de sindicato. Hecha la ley, hecha la trampa.
Nos rapan el pelo, nos ponen el pijama de rayas y nos echan clorestelfactiznida. Limpieza en seco estilo Kazajsktán.
Pasa un vopo ( «Volskpolkizei») con un perro pastor alemán de 60 kilos que nos olfatea por si hay rastros de farlopa o ketamina.
Ronda de trabajo fastidioso: repasar los papeles de los admitidos, informes de reincidencia que descartan a tres pringados.
Con fingida humildad paso el primer filtro enseñando mi galleta Maria Fontaneda debajo de la solapa, con gesto rápido. Mi pelo cortado a cepillo y mis tatuajes de la Legión acojonan al refereee, un ex marine con un megáfono que da las primeras instrucciones a 80 decibelios, todas sin sentido. El tipo no podría dirigir ni un desfile de mongólicos. Pero su mirada de rayos X desestabiliza a unos cuantos aspirantes. Hora del temor de Dios. Quedamos reducidos a 275 aspirantes.
Pasamos a otro cuarto , una sala sucia y más bien miserable. Donde nos ponen a «tocar el piano» ( hacernos las huellas dactiloscópicas).Luego sonreimos a la cámara para las instantáneas policiales. El perro, con una lengua enorme me lame la pantorrilla, pero no muevo ni un átomo de glucógeno de mis músculos, estirado como si me hubiera tragado un palo de escoba paso el suplicio.
Señores :Mi única aspiración es conseguir el curro, estar ocho horas acarreando yonquis con torniquetes, zumbados de mirada vudú por exceso de fentanilo, tipos enfermos con cicatrices en venas en sillas de ruedas y sacando fritanga para forenses con las que los aprendices de médicos aprenden medicina pública. Un trabajo que me permita sobrevivir en ésta urbe para luego pillarme una pensión e irme a las islas Galápagos a ver tortugas fornicando al sol ¿ pido mucho?
El empleado del depósito de cadáveres, un tipo con toda la pinta de Salvador Illa
nos hace el exámen final. Sólo quedamos seis aspirantes. Nos ponen un protector en la boca y con un silbato nos obligan a darnos puñetazos.
Sólo quedo yo en pie: el curro es mío.
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