¡Apunten, fuego!… Anochecía en Alicante. El soldado rompió filas. Corrió a esconderse a las letrinas del barracón. Se golpeaba la cabeza y el pecho con el casco. Le resbalaban por el cuello fluidos arremolinados de lágrimas, sangre y barro.
– Cabo Cortázar ¿Dónde está? – preguntó el sargento Escudero. Cortázar, con los golpes, tardó unos segundos en oírle – ¡Venga aquí inmediatamente!
– Presente mi sargento – contestó Cortázar firme como una fila parvularia, con la frente alta y agrietada, el ojo color escarlata, escupiendo dos dientes en la palma.
– ¡Me cago en to Cortázar! Está como una puta cabra. Quítese los pantalones y póngase de rodillas coño – dijo el sargento brillándole las pupilas y rascándose la entrepierna – le voy a enseñar a ser un hombre de una puta vez mariconazo.
Cortázar se descubrió. Un testículo solitario se balanceaba con el escroto depilado y blando. Le quedaban dos dedos en el pie derecho. Miró con fijación a los ojos del sargento, sin pestañear y sin poder contener las lágrimas coloradas.
– ¡Pero qué se ha hecho insensato! – exclamó el sargento.
– Por cada fusilamiento, una amputación; así se lo pongo fácil al amortajador.
El sargento se llevó tarde la mano a la boca. El vómito impactó en el sexo de Cortázar. Sin pene ni pareja testicular, el asustado huevo penduló hasta golpear en el culo dos veces. El sargento andaba hipnotizado con el baile genital, embadurnado con sus desperdicios, cuando Cortázar, ágil como un pestañeo, le arrebató la pistola del cinturón. Sonó un disparo y la mandíbula del sargento fue a parar contra la litera de atrás, salpicando las sábanas a ráfagas. Emergió un chorro de viscosa lava de su nariz. Se tambaleaba y Cortázar lo agarró cerrando el puño contra su pelo. Le desabrochó los pantalones y le puso a cuatro patas. Cortázar se acuclilló apretando los dientes. Sus dedos, regados en sangre, se escurrían entre la cabellera del sargento intentando levantarle la cabeza. Al tercer intento lo consiguió. Los ojos de Escudero abandonaban sus cuencas. Emitía silbidos de ratón al convulsionar el tronco.
– Acabamos de asesinar al horchatero de mi barrio, el Horchata le llamábamos. En el cole, a su hijo y a mí nos ponían los primeros de la fila porque tirábamos del pelo a las chicas o… – Cortázar soltó una carcajada – pegábamos mocos en la espalda de los niños de delante. Varias veces tuvo que venir el Horchata a mediar con el director para que no nos expulsaran. Hablaba mucho con nosotros ¡Insistía en dialogar y evitar la violencia! – Cortázar se restregó la boca con el brazo arrastrando mucosidades oscuras – pero usted y yo no vamos a hablar ahora ¿Verdad mi sargento?
Le introdujo de un golpe el arma en el ano hasta hacer tope con su propia mano, arrancándole la piel, desbrozando pelos… y apretó el gatillo.
Un fusilamiento al día siguiente por megafonía se anunciaba.
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