Después de tantos años juntos en el piso estaba harto de que mis compañeros jamás me dirigieran la palabra, así que esta mañana reuní en el salón al armario, la silla y la mesa y les solté varias preguntas: «¿Estáis contentos en el piso? ¿Os molestan los vecinos? ¿Os gusta el color de las paredes?» Para evitar líos preferí dejar para más adelante otros temas algo sensibles, como las tareas de limpieza y las compras del supermercado.
Pero por más que pregunté y repetí mis preguntas, no recibí ninguna respuesta: la mesa, la silla y el armario permanecieron mudos, ajenos a mis esfuerzos de comunicación. Tras varias horas insistiendo, pensé que quizá no comprendieran el español: ¿y si procedían de Suecia o, más lejos aún, de China o Filipinas? Les expresé con gestos que volvería enseguida y fui a la biblioteca más cercana; en apenas cinco horas estaba de vuelta con diccionarios bilingües en varios idiomas, desde el inglés y francés hasta el nepalí y el navajo, y también un manual de apicultor, por si las moscas. Dispuse los libros en varios montones alrededor de mis compañeros y, en riguroso orden, busqué los vocablos fonéticos adecuados para formular mis preguntas.
Por desgracia, ninguno de mis intentos desencadenó la más mínima reacción, ni siquiera el baile abejero que practiqué a su alrededor, de suelo a tejado y de pared a pared. Me senté en el suelo a recapacitar y, tras un par de horas, se me ocurrió que tal vez tendría éxito con otras formas de comunicación más sonoras. Pero mis esfuerzos fueron infructuosos: ni con lenguaje morse por martillazos en las paredes —que provocaron el enfado monumental de los vecinos— ni con señales de humo por hogueras en el suelo —que ocasionaron la visita de los bomberos y una cuantiosa multa— obtuve el más insignificante resultado.
Al borde del llanto, decidí traer al salón distintos animales: primero ensayé con un canario, cuyos trinos melodiosos no tuvieron ninguna consecuencia; después con un gato callejero, pero ni sus maullidos ronroneantes ni sus garras afiladas causaron el menor efecto, y luego con el perro del portero, sin más resultado que un montón de heces malolientes repartidas por el piso. Por último, llamé por teléfono a mi tío y le pedí que transportara al piso una vaca de su granja. No albergaba ninguna esperanza, pero cuando la vaca plantó sus pezuñas en el salón y soltó un mugido de saludo, la mesa, la silla y el armario respondieron al unísono y empezaron a conversar como viejos amigos. Durante varios minutos los observé asombrado y, tras unas dudas, comencé a mugir yo también, con timidez al principio y luego con más seguridad. Me sentí feliz de hablar con ellos después de tanto tiempo y aquí sigo, mugiendo con entusiasmo en plena madrugada y razonando que, en el fondo, llevarse bien con los compañeros de piso no es tan difícil: solo hay que aprender a mugir.
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