Soy nueva en aquí. Soy una recién nacida de mediana edad. Siento que todo lo que me ha sucedido hasta ahora en la vida es una hoja en blanco, una hoja que presiento se escribirá con líneas intermitentes.
Me voy a la oficina. Creo que me siguen. Miro atrás y no hay nadie. Entro al trabajo, pero prefiero no contarlo. Pensarían que estoy loca. Salgo a fumar, café de máquina. Ahí está él, sentado en el banco de enfrente acompañado de un cuaderno. Cuando vuelvo dentro, pega su rostro a los cristales tras de mí.
– ¿Quién es?
– No es nadie.
– ¿De qué trabaja?
– Su oficio es el del hambre.
Camino a casa, más de lo mismo. Entro al ascensor echándole un último vistazo a la calle. Allí está, tomando notas. A la mañana siguiente salgo antes, pero parece que ha pasado la noche a la vuelta de la esquina. Cojo el coche. No hay tráfico. Él circula en paralelo por el carril bici con un velocípedo robado.
No tiene vergüenza. Entra al edificio. Logra localizarme. Se acomoda frente a mí. Me ve a través de la puerta de la sala de espera. No ha cogido número. Ni tan siquiera tiene cita. Me mira sin escribir nada. Una compañera se interesa por él y acaba llevándoselo a su mesa. Toma apuntes. Bajo a la calle. Cruzo a la cafetería. Se sienta en la otra punta de la barra. Doy una última calada en la puerta y me pide fuego.
– Usted quiere algo más que fuego.
Sale corriendo hacia la cabina de teléfono. Saca una moneda. Teclea. Se impacienta porque no le contestan. Lo intenta de nuevo. Unas palabras.
– ¡Lo tengo!
Corre otra vez, en esta ocasión rumbo al centro de mecanografía.
– ¿Alguien me puede explicar que le ha pasado?
– Le habrá llegado la inspiración.
No me ha seguido. Lo he perdido de vista. Aparco en el garaje. Subo hasta mi planta. Entro en casa. Oigo pasos. Doy un vistazo a través de la mirilla. Está loco. Me observa desde el otro lado, a un paso del allanamiento.
Hago el amor con mi marido. Misionero. Cierro los ojos pensando en mi actor favorito. Cuando los abro antes del éxtasis mutuo, no encuentro los de mi esposo en blanco. Solo veo sus pupilas dilatadas pese a estar a oscuras. Me lo quito de encima. El cornudo imaginario no entiende nada. Él, sin ningún sobresalto, está fumando en el sillón bolígrafo en mano. Ha ido demasiado lejos. Me encierro en el baño.
Llego tarde al trabajo. Cuesta mucho dormir en la bañera. Según me acerco a mi mesa, hay alguien esperándome.
– Estás despedida.
– ¿Cómo?
– Quizás te vuelvan a escribir.
Me voy sin terminar mi jornada. En el banco de enfrente está él, el culpable, pletórico. Me dirijo ahí gritándole. No huye, me engaña con una hoja casi en blanco. Caigo fulminada por su estilográfica. Lo último que he visto es un FIN.
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