Silencio de medio día.

Silencio de medio día.

Roberto Ulaje

28/12/2024

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En el mundo de los negocios, hablar de números implica considerar los gastos fijos y los variables. De forma similar, la rutina diaria también tiene actividades fijas que, independientemente del calendario, realizo puntualmente día tras día: me levanto, me estiro, voy al baño, saco a mi perra, alimento a los gatos, limpio la arena de los gatos, barro, trapeo, me baño, preparo el desayuno, preparo el café, alimento nuevamente a mi perra, alimento a los gatos, lavo los trastes, cepillo mis dientes y enciendo mi estéreo y un incienso. Mientras los gatos se acomodan cerca de la ventana a tomar el sol y mi perra corre a ladrarle al mundo exterior, yo comienzo a recorrer con la mirada mi modesta biblioteca.

Mi colección de libros no está confinada a un solo librero; está dispersa sobre mesas, trinchadores, escritorios, roperos y cualquier superficie plana que permita su acomodo, ya sea en forma vertical u horizontal. Entonces, como parte de mi ritual, busco todos los libros que tengo de Vila-Matas y los traslado de un lugar a otro. Luego, hago lo mismo con los de Cortázar, que estaban junto a los de Borges, y los disperso en sitios diferentes y tan distantes como lo permite un apartamento de 90 metros cuadrados con tres habitaciones. De este modo, un día Camus puede terminar junto a Melville y otro junto a Saramago, Follett, Rulfo, Tabucchi, Sábato, Paz o Bolaño, por mencionar algunos de los tantos autores, vivos y muertos, que me acompañan en la rutina del café matutino, las tareas domésticas, las copas nocturnas y la dicha o la desgracia que conlleva cada día.

Así transcurro —o, más bien, transcurrimos—: esos escritores, mi perra, mis gatos y yo pasamos horas moviendo libros de un lugar a otro, de manera azarosa, por editorial, por color o por tamaño. También reubico los bustos de Molière, la Venus, el David, las estatuillas prehispánicas, las figuras de Star Wars, los óleos, las litografías y todo aquello que he acumulado. Todo cambia de lugar, guiado por un instinto, un impulso o una obsesión inexplicables.

Finalmente, me siento frente a la hoja en blanco —a veces en papel, otras en la pantalla del monitor— según mi humor. Como un orfebre, un artesano o un alquimista, trabajo con las letras y las palabras, intentando encontrar la frase. Esa frase. Aquella narrativa capaz de perforar o impregnarse como humedad en la conciencia o el alma de algún lector desconocido, igual de desconocido que soy yo como autor.

Sin embargo, hoy algo ha cambiado. Una variable inesperada ha irrumpido en la ecuación de mi rutina: unas huellas enormes atraviesan la alfombra. Escucho —si es que se puede llamar escuchar al silencio— una presencia que se aproxima por mi espalda. Los gatos permanecen inmutables, y mi perra sigue en lo suyo. Es mediodía. Suspiro largamente, miro al techo, luego a mis libros y, finalmente, me decido a voltear. Allí está: hermoso, descomunal, lento, ilógico. Un rinoceronte blanco.

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