En la calma repetitiva de mi vida, donde los días se suceden con la regularidad de una cuerda enrollada en un carrete, apareció algo que, aunque diminuto, alteró para siempre la tranquila danza de mis rutinas. Era un objeto, si es que aquello podía llamarse así. No medía más que un botón, y sin embargo, se comportaba con una especie de deliberada indiferencia, como si la realidad misma lo hubiese alojado allí a regañadientes.
Lo encontré una mañana junto a la ventana, entre la luz amarilla que filtraban las cortinas. Parecía, a primera vista, una esfera negra y opaca, pero si lo observabas detenidamente –y pronto descubrí que era imposible no hacerlo– advertías que su superficie no era lisa. Una leve vibración recorría su contorno, como si miles de dedos invisibles lo acariciaran. No tenía peso ni textura. Cuando lo tomé entre mis manos, no experimenté nada que pudiera asociar con el tacto; era como si sostuviera una idea.
Intenté deshacerme de él. Lo arrojé al patio, pero al volver a mi escritorio, lo encontré reposando junto al tintero. Lo enterré en el jardín, y al día siguiente estaba de nuevo en mi bolsillo. Nadie más parecía verlo. Lo llevé al mercado, al banco, incluso al despacho del médico, pero cada vez que intentaba mostrárselo a alguien, sus ojos se deslizaban por encima de él, como si su presencia careciera de importancia o, peor aún, de realidad.
Con el tiempo, me acostumbré a su compañía, aunque nunca dejó de inquietarme. Su presencia no alteraba físicamente mi entorno, pero me parecía que su mera existencia hacía tambalear los cimientos de lo cotidiano. Por las noches, mientras la ciudad dormía, podía oírlo. Emitía un zumbido casi imperceptible, un murmullo monocorde que no cesaba ni siquiera cuando lo sumergía en agua o lo encerraba en una caja. Ese sonido se fue instalando en mi mente, como un parásito, alimentándose de mis pensamientos más oscuros y transformándolos en algo desconocido para mí.
Llegué a preguntarme si aquello había sido siempre parte de mi vida y yo, en mi ceguera cotidiana, nunca lo había notado. Quizás el objeto no era un intruso, sino una revelación de lo que siempre había estado allí: una fisura en el tejido de lo real, una grieta diminuta por donde se filtraba la certeza de que mi mundo era más frágil de lo que quería admitir.
Un día, al despertar, el objeto ya no estaba. Su ausencia, lejos de aliviarme, me dejó vacío, como si al marcharse se hubiese llevado consigo algo de mí. Desde entonces, he intentado ignorar la sensación de que sigue allí, en algún rincón, acechando, esperando el momento adecuado para regresar. Porque sé, con una certeza que no puedo explicar, que no era él quien perturbaba mi existencia, sino yo quien, al mirarlo, había perturbado la suya.
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