Los come patrias.

Los come patrias.

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Al abrir la puerta que conduce a mi país, me encontré con un umbral tan estrecho y retorcido como las promesas rotas de su historia, aquellas que se arrastran, desmoronadas, por las ruinas del tiempo. Lo que vi al otro lado no era solo una visión, sino una pesadilla cuya sombra amenazaba las almas. Al principio, lo confundí con un bufón, una caricatura grotesca, un ser cuya mueca cruel y vacía parecía el eco de una burla cósmica. Pero me equivoqué, y en mi error hallé una verdad mucho más dolorosa: no era un payaso, sino un politiquero.

Esos seres, como larvas nefastas, infestan la nación, extendiendo su presencia como sombras inmóviles que se niegan a disiparse incluso con el primer rayo del alba. Dormitan con una indiferencia brutal sobre el cuerpo exhausto de la patria, una patria que ya ni siquiera sabe si se escurre o se hunde en su propio abandono. Y lo peor: son ellos quienes, en su cruel desdén, gobiernan sus destinos. Son politiqueros de hueso y carne, con narices afiladas como los picos de cotorras, voces estridentes que solo saben sonar a vacío, y vientres desmesuradamente hinchados, como si hubieran devorado toda la nación de un solo mordisco, tragándose sus sueños, su alma, su esperanza.

Al cruzar aquel umbral, mis ojos se toparon con un país desgarrado, una herida abierta que aún sangra sin clemencia. Una tierra que jadeaba por respirar, atrapada en los últimos estertores de una agonía interminable. Ante mí, se alzaba el cadáver de una nación, un espectro patético de lo que alguna vez fue, retorcido en su moribunda dignidad. Un país que, con voz quebrada, implora tal vez por un soplo de esperanza que nunca arriba, por una llama que se apaga antes de iluminar siquiera la más frágil sombra.
Dios permita que no dure cien años de paupérrimas tristezas.

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