Su cabellera rubia se inclinaba al igual que su rostro sobre un costado de sus hombros, una de sus manos parecía adular su cadera, la otra descansaba indiferente. Una correa dorada ajustaba su vestido negro recorriendo con calma la curva de su cintura y un sencillo collar acariciaba su delicado cuello. Un leve rictus sobre sus labios me hizo recordar la pintura de Leonardo, aunque ella no sonreía en absoluto, sin embargo, a pesar de esta exhaustiva observación, me dejé cautivar por algo en particular, sin darme cuenta, sin resistencia, y con una intolerable inocencia quedé atrapado en la profundidad de su mirada.
Me estaba observando, y podía sentirlo. Sus ojos parecían atravesar mi corazón, desnudar mis pensamientos y susurrarme con absoluta claridad.
Su insistente fijación parecía desafiarme y sin darme cuenta, me hizo sentar en el banquillo de los acusados con absoluta rapidez, y sin misericordia.
No sé lo que pasó en ese momento, pero era necesario pedirle explicaciones por su arrogante mirada.
No recuerdo si lo pensé o lo grité descontrolado.
¿Qué me reprochas?
¿Quién eres, para apuntarme con esa mirada acusadora?
¿Acaso puedes ver la culpa que he ocultado?
¿Acaso pretendes ponerme de rodillas para purgar mis pecados?
¿Quieres ver doblegada mi espalda en un sangriento flagelo de expiación?
Al darme cuenta de mis delirantes pensamientos y al sentir una acelerada respiración sobre mi pecho me obligué a salir de ese trance. Con un titánico esfuerzo logré por fin resistir ese poder hipnótico que me tenía atrapado.
Salí a fumar un cigarrillo para calmarme. Me detuve bajo las ramas de un árbol que se mecía con suavidad por la fría brisa nocturna. Levanté el vaso de whisky brindando a la luna llena, y contemplé con curiosidad el hielo danzando sosegadamente sobre ese mar en calma de color dorado.
Quise refugiarme en ese pequeño momento de paz, pero el frio nocturno me hizo entrar con rapidez.
Al entrar en la habitación, la miré de reojo, con temor. Estaba acompañada, pero curiosamente parecía estar sola, el hombre a su lado parecía perdido, lejos de su presencia, y a ella parecía no importarle.
Intenté huir, sin embargo, sentí nuevamente su mirada, acechando, esperando paciente, en completo silencio, declarando con frialdad que las palabras eran innecesarias entre ella y este vacilante hombre perturbado.
Me detuve desafiante. Mantuve por escasos segundos mi mirada en la suya, luego con una sensación de derrota, retrocedí acobardado.
Me detuve a una distancia segura y con esa extraña sensación en mis pensamientos, levanté mi rostro y desde lejos, como si la distancia pudiera protegerme, volví a mirar esos ojos que parecían haberme embrujado.
La vi pálida con sus ojos perdidos derramando lágrimas negras.
Algo cayó de mis manos con un sonido metálico.
El llanto acongojado me hizo volver a la realidad. Alguien volteó la foto sobre el féretro y por fin pude depositar con prisa la rosa infame que apretaba en mi mano.
Había llegado solo, como siempre. Y al irme sabía que nunca más lo estaría.
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