Comercial muy servicial

Comercial muy servicial

XeniuS

23/12/2024

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Agapito, un comercial a prueba de clientes reticentes se despierta convertido en teléfono gigante. Pero uno de esos de la vieja escuela, nada de tecnología punta. Sus teclas son dedos nerviosos y su cable una columna vertebral de plástico y alambre oxidado.

Aún en tan inaudita circunstancia es un profesional en lo suyo. Nada ni nadie interrumpe su ardua labor de captar clientes.

Así pues la primera llamada del día es para el señor del parche en el ojo bueno. Individuo conocido por su negativa a la hora de firmar seguros. Un hueso duro de roer…

—Buenos días —trina Agapito con timbre de teléfono sumergido—. Señor ¿está satisfecho con su seguro de decesos? En mi empresa, no lo dude, cumpliremos con creces todas sus expectativas. Cobertura total ante eventual desaparición existencial de este mundo.

El señor del parche en el ojo bueno se pone en alerta. Está en el retrete. Responde con un bostezo que suena a algo del estilo: «de nuevo estos tocándome las narices».

—Por curiosidad ¿incluye la cobertura el que uno se haya convertido, por supuesto involuntariamente, en garrapata?…

Así es, se ha metamorfoseado en repulsiva garrapata, conservando el parche en el ojo bueno. Hace equilibrios para no caerse dentro del inodoro.

—Por supuesto caballero —responde Agapito. Sus cables comienzan a bailar un vals alrededor del escritorio —. Tenemos pólizas especiales para metamorfosis no deseadas, desvanecimientos metafísicos y muerte por acumulación de gases intestinales.

De pronto las letras del contrato echan a caminar fuera del papel. Forman diminutos ejércitos de palabras que marchan en formación hacia una trituradora de papel, empeñada en peinarse al estilo punki.

—Interesante. Pero dígame ¿Qué hay de la letra pequeña?

—La letra pequeña es tan pequeña —explica Agapito —que solo pueden leerla los microorganismos y créame, ninguno se nos ha quejado…

Un ruido extraño interrumpe la conversación. La fotocopiadora de la oficina comienza a sacar clones de sí misma al tiempo que las máquinas de escribir, también de la vieja escuela, optan por lanzarse las teclas unas a otras.

El jefe de Agapito, un ser pintoresco mitad hombre mitad archivador, observa la escena con total indiferencia burocrática. Tras salpimentarlos devora añejos papeles de viejos clientes, muertos años atrás.

—Caballero ¿acepta el seguro? —Pregunta Agapito, satisfecho de poder con aquel personaje tan huidizo.

—No lo tengo claro —responde el señor del parche en el ojo bueno—. Tenga en cuenta que como garrapata inmunda que soy… ¿Cómo podría firmar?

—No se inquiete. La compañía a la que represento está preparada para cualquier eventualidad. Puede firmar con una de sus patas, la que mejor le venga. Hasta le regalaremos, a la firma, un lindo perrito…

Mientras aclaran los últimos flecos, las mesas de la oficina comienzan a jugar a los coches de choque. Las sillas suben y bajan en el ascensor; lapiceros sin mina y bolígrafos sin tinta fundan sindicatos clandestinos. Entremedias la máquina del café escupe todo el azúcar, evitando así que se le dispare la presión arterial.

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