La planta cero del edificio Las Verónicas no tiene ventanas. Pese a las incontables luminarias, nunca se logra cubrir con luz todas las zonas, dejando sombras casi despreciables. O despreciables para casi todos. O para todos, menos para una.

A Julia, sus compañeros la llaman jocosamente «la dermatóloga» por su habilidad quirúrgica para encontrar nuevos puntos negros en la planta. O «la puta dermatóloga», dependiendo del día. Con 40 años y descendiente de una familia de mineros del Valle del Caudal, Julia no era alguien fácil de subyugar ni a quien los comentarios hirientes afectasen lo más mínimo. Así lo demostró esa mañana, cuando levantó a media planta de sus asientos para reorganizar mesas porque, según sus palabras, “generan una sombra de mil pares de narices”.

Sus compañeros, que aprovecharon el revuelo para salir a fumar, se lanzaban miradas cómplices, como preguntándose qué tipo de narices habría visto Julia para que cupieran mil en esa franja imperceptible.

— ¡Qué coñazo de tía! — bufó Javier mientras encendía un cigarrillo. — A ver si aprueban de una vez el teletrabajo y se queda en su casa.

— ¿Su casa? — rió Marta. — No me la quiero imaginar. Debe haber más luz que en una sala de operaciones.

— A mí me encanta la dermatóloga — añadió Sergio con una sonrisa pícara. — Nunca había tenido tantas ganas de venir a trabajar. O ganas a secas.

— Tú porque no vas por objetivos — replicó Javier. — Esta psicótica me va a fastidiar las extraordinarias.

Al volver, las mesas parecían iguales. Julia, sonriente, tecleaba mientras movía la pierna al ritmo de su música. Javier, sentado junto a ella, golpeó su silla con rabia.

— Loca de las narices — murmuró, encendiendo la linterna del móvil y proyectando una pequeña sombra del lapicero en la mesa de Julia.

Julia se giró al instante. De la sombra emergió un ser circular, sin ojos, con una boca enorme de dientes negros y afilados que cubría casi todo su cuerpo.

— Eres una puta, y tu hijo va a morir hoy. — soltó la criatura, riendo a carcajadas.

Julia volvió a mirar la pantalla y, mientras subía el volumen a Rozalén, golpeó el lapicero. Este rodó y derribó el móvil de Javier. El ser desapareció.

Sabía que la mayoría de las palabras de la aparición eran mentiras, pero por si acaso, se levantó y llamó a su hijo. Recordó aquella noche en que, al borde de la desesperación, vio por primera vez al ser, con su boca grotesca llena de dientes negros. «Si te vas, él también se irá», le había susurrado. Desde entonces, la criatura la había seguido, emergiendo de las sombras, lanzando crueles mentiras y aún más dolorosas verdades. Al escuchar la voz de su hijo al otro lado del teléfono, se odió a sí misma. Y, al mismo tiempo, le invadió un insólito cariño hacia ese ser horrendo que, de algún modo, inexplicable, se había convertido en una parte de su vida.

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