El pequeño no entendía qué era eso tan importante que los había llevado a él y a su papá a aquel consultorio médico, que no pudiera ser reparado con una tirita. Entretanto, una de las blancas puertas lacadas de aquella sala de espera se abrió, llamando al padre a consulta.
El niño frunció el ceño y se dispuso a esperar, resignado, observando a los allí presentes. Había hombres y mujeres jóvenes y no tan jóvenes, ancianos… Ningún niño. Reinaba un silencio incómodo y las miradas volaban, furtivas, entre discretos carraspeos. Mientras tanto, el pequeño se entretenía contemplando aquellas cajitas que cada cual portaba en su regazo, sin el más mínimo disimulo. Si uno aguzaba el oído, podía percibir la acompasada cadencia que resonaba en su interior.
Absorto estaba en el desempeño de esta tarea, cuando otra de las puertas de la consulta se abrió. Una mujer morena de grades ojos oscuros emergió, agitada y llorosa, sosteniendo otra cajita en una mano, enjugándose las lágrimas con la otra. Todo el mundo la observaba, cabizbajo, sin mediar palabra alguna. El niño rompió el silencio entre los sollozos de la joven mujer, preguntándole si podría ver el interior de la caja. La mujer dudó un instante, antes de abrir la cajita. Un corazón carnoso y rosado palpitaba en su interior. Sus latidos estaban dotados de un tempo perfectamente acompasado. Nada parecía estar fuera de lugar, salvo por unos pequeños desgarros sanguinolentos que rezumaban unos finos hilos de color carmesí.
—¿Solo es eso? —preguntó el niño—. Yo he visto el de mi papá y ya te digo que tiene más pupas que el tuyo.
Entretanto, una ahogada exclamación colectiva, repleta de velada indignación se apoderó del lugar, mientras varios de los allí presentes recriminaban al pequeño por atreverse a desvelar los secretos del corazón de manera tan impúdica, toda vez que aquel órgano saltaba de la caja, cual prófugo, arrastrándose lastimosamente entre un reguero de sangre sobre el tronco braquiocefálico y las arterias subclavias y carótidas, sabiéndose objeto de todas las miradas, condenado a la destrucción en aquel acartonado mundo de perfectas apariencias.
Ante el chillido horrorizado de la joven mujer, el pequeño se lanzó a la carrera, tras aquel corazón moribundo, que quedó parapetado detrás de una de las butacas de la sala de espera, chorreando sangre por todos sus conductos, antes de ver desvanecerse a aquella joven, entre un alud de exabruptos de aquella exaltada turba.
—¡Dejadla! —gritaba el niño, lastimeramente—. ¡Sois malos! Yo solo quiero darle una tirita. ¿Es que no queréis que se cure? Mirad: las tengo de colores.
Mientras tanto, la puerta de otra consulta se abrió, dejando salir al padre del muchachito, que corría exaltado, persiguiendo a su propio corazón.
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