Era una mañana como cualquier otra en el pequeño barrio de San Jacinto. Las persianas rechinaban al levantarse, los perros ladraban al compás del repartidor de pan, y el aire tenía ese aroma característico de pan recién horneado mezclado con humedad. Marta, como todos los días, regaba las plantas de su jardín mientras murmuraba una canción que no recordaba cómo había aprendido.
Entonces lo vio.
Allí, en medio del sendero de grava que llevaba al portón, yacía un pequeño cubo. No tenía nada de particular a simple vista: era negro, de bordes pulidos, y no debía medir más de diez centímetros por lado. Marta se acercó, intrigada. Lo habría pasado por alto de no ser porque reflejaba la luz de una manera extraña, como si su superficie estuviera viva, ondulando ligeramente, aunque seguía siendo sólida al tacto.
—¿De dónde has salido tú?— murmuró mientras lo recogía. Era sorprendentemente pesado para su tamaño. Al alzarlo, notó algo que hizo que el vello de sus brazos se erizara: estaba tibio, como si emanara calor propio.
Lo llevó al interior de la casa, colocándolo sobre la mesa de la cocina. Sus gatos, siempre curiosos, se acercaron cautelosos, pero al oler el cubo, retrocedieron bufando, con los pelos de la cola erizados. Marta frunció el ceño. “Qué cosa más rara”, pensó. Intentó ignorarlo mientras preparaba su café, pero el cubo parecía exigir atención. Cada vez que apartaba la mirada, tenía la sensación de que algo había cambiado en él, aunque al mirarlo de nuevo seguía igual.
A media mañana, Marta decidió llevarlo a la tienda de antigüedades de don Ramiro. Si alguien podía identificarlo, era él. Sin embargo, cuando llegó, el anciano lo miró con una mezcla de fascinación y temor.
—Esto no es un objeto común, señora —dijo, ajustándose las gafas y palpando con cuidado las esquinas del cubo—. Nunca había visto algo así. Es como si… no debiera existir. Mire esto.
Con un gesto, don Ramiro señaló uno de los bordes. Al principio, Marta no vio nada. Pero al mirar más de cerca, notó que el cubo no tenía una unión clara entre sus caras. Era como si cada superficie flotara, conectada de manera invisible y perfecta. Además, al inclinarlo, algo en su interior parecía moverse, como un líquido, pero no había ninguna apertura visible.
—¿Qué cree que sea? —preguntó Marta, sintiendo un leve escalofrío.
—Un enigma —contestó Ramiro—. Y tal vez algo peligroso. ¿No ha sentido cómo cambia el ambiente cuando está cerca?
Esa noche, el cubo permaneció en la cocina. Pero Marta no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos, juraba escuchar un zumbido bajo, como si el cubo susurrara en un idioma antiguo y olvidado. Cuando finalmente reunió el valor para bajar, lo encontró flotando a unos centímetros de la mesa, girando lentamente sobre su eje.
Algo imposible había irrumpido en su vida, y Marta, sin saberlo, acababa de abrir la puerta a un misterio que no solo cambiaría su existencia, sino también la del mundo entero.
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