Pocas veces puedo abrir mi ventana para disfrutar de ese aroma fresco y sobrecogedor de la noche, que ciertamente nos rejuvenece. Sin embargo, no siempre lo recuerdo y la mantengo cerrada, ya sea por el ruido de los motores o por el nauseabundo olor de los botes de basura de mis vecinos. Desde lo alto, pude advertir la melodía del carrito de los helados, que como cada lunes llegaba a deshora al vecindario. Ya veía a los adelantados reunirse en fila para su respectiva merienda. Me pregunto por qué insisten en llegar primero, si ya tienen su número asignado.
Tomé mi abrigo y me dispuse a formarme. Justo al salir del pórtico, me topé con el Sr. P., quien llevaba su singular traje de sastre. Cabizbajo y con las manos en sus bolsillos, murmuraba algo mientras arrastraba unas pesadas botas impermeables. Aunque me parecía inusual esa combinación, no reparé en comentárselo. Le di un par de palmadas en su débil hombro y lo invité a que me tomara del brazo, ya que su prominente estatura dificultaba el abrazo de lado.
Ya era menos mi incomodidad por las miradas que sentía al caminar al lado de este feo monstruo. Hace apenas unas semanas yo mismo veía grandes úlceras en su rostro, esa pus y repugnancia hacían que le sacaras la vuelta, sin embargo ya no las podía ver más. Y es que realmente el aroma de la noche, en esas contadas ocasiones que abría mi ventana, actuaba de buen bálsamo.
Supongo que solo nuestro guía incomprendido y sus amigos de buena filosofía realmente le tendían la mano, no así su pandilla, que presume de promover sus ideas, pero apenas salen a la banqueta y se enajenan en sus propios jardines. En este barrio lo que abunda es la diversidad. Si no lo veo, me lo señalan; si no lo quiero, me lo ofertan.
Llegamos al carrito de helados para ver el sabor que servían hoy. El letrero decía “vitalidad”, que ya no era del todo de mi agrado. Otros lo vieron y rápidamente se retiraron. Fuimos entonces a tomar nuestro lugar en la fila. Siendo hombre, mi número era de los primeros, pero creí conveniente acompañar al Sr. P. hasta donde terminaba la fila, pues su número era de los últimos.
Pasamos al Sr. N. y nos frunció el ceño. Hizo el saludo de camaradas y le extendí un pañuelo ya que su frente volvía a tener sangre. Más adelante vimos a la Sra. M. levantarse en puntillas, a la par, se mordía los labios ansiando el codiciado sabor. Los G. y T. nos guiñaron el ojo de manera amistosa, y cuando finalmente llegamos a los olvidados, pregunté:
—¿Realmente es una prueba de virtud o simplemente el hombree Thomas no sabe lo que quiere?
—¿Qué te puedo decir? Tan solo me extendieron a 500 palabras. Ya usé la mayoría y aún falta la cena. Solo sé que esto es lo que me ofrecen, aunque a veces quisiera que solo lo señalen.
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