Saskatchewan en invierno
A la luz de un foco cubierto de grasa y polvo, las facciones de nuestro anfitrión imitaban la madera vieja con la que estaba construida su escondida cabaña. Sus gestos duros y su barba tosca evidenciaba que no era de los que bromeaban.
Nos había confesado que medía dos metros, y no lo dos metros diez que le calculaban siempre. Soltó una pregunta:
– ¿A qué sabrá el perro?
Restos de comida seguían sobre un platón, encima de la mesa. Ahora los mirábamos desconfiados.
– ¿De qué animal eran los filetes? – Preguntó mi compañero.
– ¿Les gustó la carne o no?, respondió aquel hombre.
-Sí. Pero ¿de qué era? – Insistió mi amigo.
El gigante ignoró la pregunta y comenzó a trajinar.
-Supongo que el perro sabrá igual que el lobo, dijo.
Deshuesó un trozo de carne. Lo troceó con violentos golpes y enseguida lo saló. Empuñando un oxidado machete se volvió.
– ¿No lo creen? -Continuó con el tema-, después de todo, son casi lo mismo. Siguió trajinando y preguntó:
– ¿A qué sabrá la carne de mono?
Verano en París
Allí estaba. Le admiró la luz de su rostro. Pensó en suavidad, paladares derretidos, ilusión, boda, ternura, noches de luna de miel.
Pensó luego en halitosis, celos, hijos, chantajes y en jaquecas nocturnas.
Allí estaba al otro lado del andén. Nada de correr, pedir nombres, teléfonos, o citas para otro día.
El tren barajó entre sus ventanillas un traje verde olivo y una sonrisa que seguiría siendo luminosa y desconocida.
Un viernes cualquiera en Rodeo Drive
Le distrajeron esos gritos alrededor de su cuerpo (que ya no era suyo), cuando un gentil reproche le hizo reaccionar.
-Al menos podrías poner un poco de atención cuando te hablo.
-Perdón. Me decía que…
-Tu salvación eterna está condicionada a pasar un tiempo en el purgatorio. ¿Tienes algo que decir?
-Tres cosas, respondió. Primus. Debo decir que dejar el dolor es bueno cuando, momentos antes, este se ha hecho insoportable. Secundus: Reconozco que todos esos chiflados, fanáticos de la inmortalidad, después de todo tenían razón. Tertius: Que me parece de pésimo gusto que aquellos de allá abajo, me estén tomando fotos cuando me veo horrible.
Otto
Dejé escapar un reproche.
-Sos un capullo, güey- me dije, después de resoplar.
Fue una especie de iluminación, como si quisiera hacer comprensibles mis palabras para cualquier hispanohablante. Apunté hacia el espejo con mi trompa prensil:
-Tenés los pelos de mohicano. Debés peinarte, antes de salir del depto.
Luego llegó la magia. Magia y una forma extraordinaria de evolución acelerada. Miré unos dedos de escritor, brotar de mis cilíndricas patas delanteras. Ideales para manipular mis cortos y escasos pelos, destinados, todos ellos, a formar una trenza de cuatro tientos rematada por un herraje de oro que terminaría adornando la muñeca de algún cheto engreído.
Escribí signos de dólares, en el espejo, que previamente había empañado con mi aliento.
-Tener que vender partes de uno mismo por un puñado de billetes. ¡Vergonzoso! ¿Qué seguirá luego? ¿Cuánto darían por mi novia avestruz? Digamos ¿seiscientos euros?
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