Martín despertó una mañana cualquiera, igual que siempre, con el tedio
instalado como una sombra en su pecho. Su vida era una rutina de engranajes
perfectos, bien engrasados pero carentes de brillo. El café burbujeaba en la
cafetera, el reloj marcaba las mismas prisas de todos los días, y el sonido del
ascensor anunciaba el inicio de otra jornada de trabajo.
Sin embargo, algo irrumpió en su cotidianidad. Al abrir la puerta para
salir, encontró en el felpudo un objeto que no reconoció al principio: una
cerilla. Era una cerilla común, de madera, con la cabeza rojiza. Martín frunció
el ceño y la recogió, dispuesto a tirarla, pero algo lo detuvo. Había algo
extrañamente hipnótico en ella.
«¿De quién será?», pensó. Pero el pasillo estaba vacío, como
siempre. Guardó la cerilla en el bolsillo de su chaqueta y salió.
El día transcurrió como todos: papeleo interminable, reuniones
intrascendentes y el eterno murmullo de teclados. La cerilla permanecía en su
bolsillo, olvidada. Pero al llegar la noche, mientras Martín colgaba la
chaqueta, cayó la cerilla. Al recogerla, un impulso irracional lo invadió:
debía encenderla.
Buscó una caja de fósforos en la cocina y, con un leve raspado, la cerilla se
encendió. La llama era diferente. No temblaba ni se apagaba como las comunes;
parecía sólida, como un pequeño sol inmóvil. Martín la observó fascinado, hasta
que notó que no se consumía. La madera no ardía, la cabeza roja permanecía
intacta.
Trató de apagarla, primero soplando y luego con agua, pero la llama
persistía. Incluso bajo el chorro del grifo, la cerilla seguía encendida,
desafiando las leyes de la física.
Esa noche, Martín no durmió. Se quedó mirando la cerilla, pensando en lo
imposible de su existencia. ¿Era un truco? ¿Un error del universo? La llama,
cálida y constante, parecía observarlo de vuelta, como si le revelara algo que
él aún no entendía.
Con los días, la cerilla se convirtió en su obsesión. Martín dejó de ir al
trabajo, dejó de responder llamadas. Todo su mundo se redujo a esa diminuta
llama eterna. Experimentó con ella: intentó encerrarla en un frasco,
congelarla, enterrarla. Nada funcionaba. Pero lo más inquietante no era la
cerilla en sí, sino lo que producía en Martín: un abismo creciente entre él y
su vida anterior.
Pronto, el apartamento quedó cubierto de objetos abandonados, comida sin
terminar y ropa tirada. Martín, antes meticuloso y ordenado, ahora vivía como
un recluso. Sus vecinos comenzaron a notar su ausencia, pero cuando llamaban a
la puerta, solo recibían silencio.
Una tarde, Martín decidió que la cerilla tenía que ser destruida. La llevó
al tejado del edificio, decidido a lanzarla al vacío. Pero, al extender el
brazo, sintió que algo lo detenía: no podía soltarla. La cerilla, diminuta y
absurda, había tomado control de su vida.
En ese momento, comprendió: él no poseía la cerilla. Era la cerilla quien lo
poseía a él.
Esa noche, la llama seguía ardiendo en el tejado. Pero Martín ya no estaba.
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