Tras una larga y tumultuosa vida me convertí en anciano, no lo digo para quejarme del precario estado de salud; comento para que tengan conciencia de la mente criminal que arrastro. Esa que la sociedad  encubrió durante un tiempo, por haber cumplido el estereotipo de buen ciudadano; y que luego fue contenida de otra manera, bajo el mismo sistema colectivo. Los hijos de Robert  y los de Oscar, son hombres: ellos convirtiéndolos en abuelos. Y yo, al igual que mis amigos, asumo la inútil figura de abuelo, ese que se deja regañar o vejar; sin entender de nuevas tendencias.

Hace muchos años descubrí quien soy. Y por Dios, de quien en vano trato de creer, en cada día de mi existencia me  aferro para liberarme de mis instintos. La maldición está en mí, atormentando, como quien me da vida para cumplir su propósito. Ese deseo de hacer algún daño fue el que espantó a la muerte hace cuarenta años. Estaba escrito: moriría a causa de tuberculosis laríngea; pero he sobrevivido por cuatro décadas mas y desde hace tres días trato de contenerme; porque en mi mente resurgió el maligno estimulo, el que ha estado latente durante sesenta y seis años; la sombra de carnicero homicida  que mora en mi. Soy el judío carnicero que evadió al campo de exterminio de Auschwitz, el que sobrevivió la tuberculosis; y todo con un solo propósito: cumplir la funesta misión.

Mi tara en su objeto remonta a la adolescencia; desdé allí he luchado contra el judío asquenazí. Era la época de mi  amistad con Oscar. Siendo eso cierto, entonces pregunto…  ¿Qué entraña una practica de química para alguien de catorce años? Para mí, asesinar a Oscar. Y debo explicar: fue una acción frustrada, algo desapercibida

Hace una semana, Robert fue a la clínica y me llevó a su casa. Era domingo, y él disfrutaba reunido con hijos y nietos, tanto los suyos como los Oscar. En el patio de esa casa observé el hacha en la mesa de la carne asada; y al muchacho comiendo. Tomé la herramienta sin ser visto y me llevaron de vuelta al reclusorio, donde dicen que padezco de un trastorno esquizotípico de personalidad.

Desde hace tres días miro la herramienta y siento que sucumbo ante ella. Y no hago más, sino confrontarla, y de mí se burla, como hacen los nietos de mis amigos. Es un hacha para barbacoa, picadora de carne. El hacha carnicera que no tuve a mano en aquel laboratorio de química, cuando miraba la línea blanca que dejaba el peinado, en el cuero cabelludo de Oscar.

Inevitable, se presenta el aciago día, tres de julio de 1963, cumplo ochenta años. Es miércoles y Oscar viene a buscarme. En su casa hay dos pasteles esperando: Al llegar miro al muchacho; vestía ropa nueva, también era su cumpleaños. Las modas repiten, el nieto de Oscar usaba el mismo peinado que su abuelo lucía en aquel laboratorio. 

Me acomodé detrás del joven,  a esperar que inclinara para soplar las velas. Levanté el brazo y descargué; el hacha, que incontenible estremecía mi mano, se desvió. Miré a Oscar tendido en el piso, sangrando; estaba totalmente calvo.  

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