ORBIL DERRIBADO
«Este bálsamo no cura cicatrices…; calla más de lo que dice, pero dice la verdad.
Este virus que no muere ni nos mata.
Este borrón de sangre y de tinta china…
con manchas de soledad.»
Entre sus muchos méritos se encontraba el venenoso aliento de tinta industrial, que intoxicaba las mentes de los incautos cuando buscaban ciencias, pericias, sabiduría, conocimientos o erudición… Otros, quizás, elíseos, nirvanas… Pero casi todos sucumbían deslumbrados ante su completa percepción de gozosos desconocimientos e ignorancias.
Él se ofrecía sólo con mentiras entretejidas con verdades ciertas. Sus seis lados eran ortogonal-geométricos, de tacto agradable, como piel de serpiente tibia nacida de trapos viejos, de vegetales antiguos y curtidos cueros. Su epidermis era de corteza; su cutis y tez, recubiertos de un tegumento que invitaba al contacto. Con su lomo, se ofrecía engañoso al incauto, mostrando el perfil más falaz, embaucador y artero. En su aparente quietud residía su mayor peligro.
Era cercano, contiguo y necesario, imprescindible, casi obligatorio. Para algunos, quizás, tan solo un accesorio, un adorno. Le gustaba estar en compañía de sus semejantes, y juntos tramaban mil batallas y artimañas para morder las entrañas del enemigo mal enamorado. Soltaba un olor de aliento interno que agradaba y seducía. Su regusto no dejaba indiferente al gusto de cada uno.
Era un monstruo y un ángel, nacido en los cráneos ajenos. Sus escamas eran hojas afiladas, por donde se deslizaban las babas del caracol y el sudor de las hormigas. Cada una se mostraba como cuchillas que laceraban los ojos y los dedos. Fue amigo del solitario que, con su compañía, nunca se encontraba solo.
Era ejemplar, excelente, singular, extraordinario; antiguo y moderno; diverso y plural. ¡Era pluscuamperfecto!
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