Desde arriba me contemplaban.
La brisa es el idioma que entienden los dioses y por eso escuché decir “¡No lo hagas!”
Pero lo hice. Me ayudó el oxígeno que no quiso llegar a sus pulmones. Le doy las gracias a esa soga, que acaricié durante meses, por haber cumplido su misión.
Las pastillas que ese malvado me obligaba a tomar para adormecerme, por esta vez, se convirtieron en mis aliadas.
¡Ya era libre!. No más golpes, no más gritos, no más insultos.
Lo odié tanto que un lodo espeso y oscuro cubrió mi corazón y mi cerebro.
Allí estaba el afamado abogado sentado como amo y señor de la nada, sin vida.
Qué raro que no tuviera la lengua afuera.
De repente, la habitación se inundó de letras que salieron saltando del ordenador y de los libros.
¡No podía creer lo que veían mis ojos!.
Tanto la pantalla del computador como los libros estaban completamente en blanco.
Recogí todas las letras y las coloqué en la balanza de Temis, la diosa de la justicia.
Para mi asombro, las letras no tenían peso .
Me alegró mucho saber que las letras se habían liberado de todos los textos y ordenadores del mundo.
Era necesario crear nuevas leyes. Estaba segura que ellas me protegerían y sería absuelta de culpa.
Le expliqué al juez todo lo acontecido y lo único que pudo decir, después de reirse a carcajadas, fué: “Esto es absurdo, rayando a lo kafkiano “
Y el policía que me custodiaba, un hombre inculto, dijo con preocupación que siempre había pensado que el término “kafkiano” era sinónimo de aburrido.
Y a pesar de todo sentí simpatía por ese policía, recordando que cuando no había pastillas, el ahora difunto me obligaba a leer a Kafka y yo me dormía ipso facto.
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