Cuando la señora Castaño abrió la despensa un martes por la mañana, se topó con él. Era un calcetín. No uno de los suyos, desde luego; los suyos solían ir por parejas y jamás aparecían en la despensa. Éste era gris, diminuto, con una forma que sugería haber sido lavado demasiadas veces.
Lo tomó con dos dedos, lo examinó y lo dejó donde estaba.
—No es mío —dijo en voz alta, como si alguien fuera a contradecirla.
A la mañana siguiente, el calcetín había cambiado de posición. Ahora estaba sobre la mesa de la cocina, doblado en una suerte de reverencia absurda. La señora Castaño se sentó frente a él y lo observó largo rato, intentando decidir si debía sorprenderse o enfadarse. Optó por lo primero.
—¿De dónde has salido tú? —le preguntó. El calcetín no contestó.
El jueves, apareció en el baño, acomodado sobre el borde de la bañera. El viernes, en su mesita de noche, junto al despertador. Por entonces, la señora Castaño había empezado a llamarlo “Visitín”. Le resultaba más apropiado que “calcetín”. Los visitantes, después de todo, tenían el hábito de aparecer sin ser invitados.
—No estás siendo muy educado —le dijo esa noche—. Como mínimo, podrías decir a qué has venido.
El Visitín se mantenía inmutable, con su inexplicable forma doblada, algo triste pero también satisfecho, como si estuviera cumpliendo un deber pequeño pero ineludible.
La señora Castaño probó todas las soluciones razonables: lo arrojó a la basura (apareció al día siguiente en el sillón), lo metió en el cajón de los calcetines desaparejados (reapareció en la nevera, junto a los huevos), incluso lo dejó en la casa de su vecina del tercero, una mujer de carácter agrio que se habría merecido semejante compañía. El sábado, sin embargo, el calcetín volvió, más doblado que nunca, sobre la almohada de la señora Castaño.
Por las noches, empezaba a soñar con él. En los sueños, el calcetín crecía hasta convertirse en un abrigo, en un mantel, en un dosel que la cubría con suavidad y murmuraba cosas incomprensibles. Al despertar, la casa parecía ligeramente distinta, como si los muebles se hubieran movido apenas un centímetro o las paredes hubieran respirado.
Una mañana, el Visitín no apareció. La señora Castaño revisó la cocina, el baño, incluso el cuarto de los trastos, donde apenas se atrevía a entrar.
—Se ha ido —dijo, con una mezcla de alivio y decepción.
Pero cuando se sentó a desayunar, notó un peso ligero en su zapatilla derecha. La sacudió y el Visitín cayó al suelo, desdoblado y desorientado, como si no supiera cómo había llegado hasta allí.
—¡Ya está bien! —exclamó la señora Castaño.
El calcetín no respondió. Tampoco se movió. Sólo permaneció ahí, con esa obstinada dignidad que tienen las cosas pequeñas cuando deciden ser imposibles.
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