Era una noche torrencial y fría cuando me quedé dormido en el sillón, arrullado por el crepitar de la chimenea. La voz áspera y maternal de la lumbre fue tan efectiva que, por primera vez desde la muerte de mi esposa, dejé el whisky sin tocar. La calma se desmoronó cuando escuché un portazo. Brinqué del sillón, tomé un cuchillo y corrí de cuarto en cuarto sin dejar un solo centímetro sin inspección. «Te metiste en la casa equivocada, truhán», repetía. Cuando finalmente tomé el picaporte de la puerta principal, una luz mortecina resbaló por el resquicio. Una voz sorda se iba haciendo más y más nítida («¿Renata?»), hasta que se escuchó claramente:
—¡Qué lindo! ¿Cómo se llama? —preguntó una voz femenina.
—Gregorio. Qué extraño que esté despierto, por cierto —contestó otra en tono grave.
—¡Qué bonito!
—¿Verdad? Además, ha salido bastante listo. Le hemos enseñado a leer y escribir. Nuestros experimentos han arrojado resultados fascinantes. Anticipamos que la inteligencia orgánica será capaz de resolver problemas lógicos o incluso escribir obras de teatro. Algún día diseñarán nuestras ciudades e ilustrarán nuestras ideas, te lo aseguro.
—¿Y eso no te parece peligroso? Si la inteligencia orgánica comienza a suplirnos en todo aquello que nos hace inteligentes, terminaremos por ser obsoletos. Eso es lo que temo. Me parece que estamos construyendo el camino para ser simples peces en una pecera. Me aterra.
—Te preocupas de más, imposible que un ser humano «supla» la actividad espiritual y creativa de las máquinas, no son más que una masa de células.
—Quizá. Pero un cuchillo y un puñal son la misma cosa, solo depende de cómo la usas. De por sí todo en nuestro mundo parece encauzarse al entretenimiento más banal, qué nos asegura que no usaremos la IO para quitarnos la carga de pensar. En fin, quizá soy pesimista. Lo cierto es que Gregorio es una ternurita.
Una mano oscura, pero inmaterial, como una sombra con volumen, traspasó la puerta y se extendió sobre mí; me arrojé al piso y me arrastré hasta el sillón.
—¿Puedo acariciarlo?
—Anda nervioso —carraspeó la voz grave—, puede morder. Desde que falleció la hembra se comporta erráticamente. ¡Ah, cómo envidio a Gregorio! Ha llevado una vida plena. Vive como si ya lo hubiera resuelto todo, quizá nace con un propósito claro en su memoria; solo duerme y come en una paz absoluta, sin ninguna preocupación. No es tan malo ser un pez, querida.
Cuando las voces se callaron, regresé a la puerta con pasos temblorosos y me cercioré que estuviera puesto el pestillo. Tomé el vaso de whisky y me quedé observando por la ventana el camino fangoso que se perdía en la oscuridad.
OPINIONES Y COMENTARIOS