Está a punto de llover y hay relámpagos que surcan el horizonte. ¿Qué estaba buscando? No sé. Caminaba por inercia quizá, a través de las angostas calles repletas de personas, entre gritos de vendedores y vociferaciones de algunos desorientados. Por un impulso desconocido, me movía en silencio entre todos los rostros ocultos bajo la máscara genérica. Todo estaba allí, no había ningún detalle nuevo.
Llegué, no sé cómo al centro de La plaza, lo cierto es que hay miles de rostros abatidos, cuerpos cansados, avejentados, mucho más que antes, ocupando las banquetas del parque central. Estos entes casi pueden mimetizarse con los monumentos que guardan aquella memoria colectiva que es inmóvil, que, por estar suspendida en el tiempo como una inscripción o una placa, nadie puede siquiera cuestionar: “Honor y gloria a nuestros héroes de independencia”, leo. ¿Independencia de qué? —me pregunto—. No hemos logrado más que encubrirnos bajo máscaras convenientes que disimulan el descontento colectivo (a estas alturas, no sé si haya tal). Ahora pienso que hay quienes lograron enmascarar hasta su descontento.
Nos dicen que nos van a encerrar, nuevamente, pero pienso que algunos habitan cárceles hace tiempo y al parecer están bastante cómodos. Las cárceles no necesitan celadores, por más que las calles estén llenas de policías y militares, no. Somos los celadores del propio encierro, habitamos nuestros propios cuerpos ¿Qué estaba buscando? No sé. Tal vez un utensilio o una chuchería o algo imprescindible, ya no sé, pudo haber sido cualquier cosa…
De niño, tenía una costumbre: miraba a la gente e interpretaba su rostro, podía intuir su felicidad o aflicción, su esperanza o abatimiento mirándoles la mueca en la cara. Era una práctica que me producía un placer siniestro: ir a la plaza, llegar al monumento central de la mano de mi madre y ver gestos ajenos de turistas o curiosos que se hacían fotografías al pie del León herido, rugiente… y clasificarlos cuidadosamente en un catálogo de rasgos de personalidades que a mi me parecía que tenían. Los anotaba.
He caminado unos minutos por la plaza atravesándola, sin ninguna conciencia de los pasos que di, estos fueron producto de un impulso indescifrable. Un relámpago en el horizonte y posteriormente un trueno anuncian una tempestad. Yo creo que la tempestad desde hace tiempo, es, y en este lugar frío y sin Dios que es y siempre fue La plaza, despierta en mi un recuerdo durante largo tiempo enterrado. Mi madre decía que los relámpagos son los flashes de las fotos instantáneas que nos saca Dios…
La tempestad es, no existe Dios ni la Plaza ni los héroes ni la gente ni la foto.
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