Amelia intenta descansar después de regresar del trabajo. No logra cerrar los ojos, la agobian los hilos negros sobre la baldosa, los pelos del perro que se convierten en ovillos, el polvo, sus propios pelos, la suciedad que crece con los días. Impotente ante la espesura que va saturando sin tregua la atmósfera de su pequeño mundo, renuncia a la siesta. Abre la puerta del balcón, está orgullosa de ese mínimo espacio iluminado que la conecta con el exterior. Además, disfruta de los almendros de al lado que casi tocan su chambrana. Le gusta esa cortina verde que cubre el insoportable cableado y las fachadas tristes de enfrente. Le gusta su casa de paredes blancas. Respira después de limpiar, y se sienta a beber su café. Observa a Rufus, su perro dorado que salta, una y otra vez en el balcón. Sin soltar la taza va regando sus plantas una a una, y al darse la vuelta descubre una mancha café en la pared, una salpicadura de barro, de excremento tal vez. Qué animal vuela raudo lanzando su mugre en las paredes inmaculadas. Un halo de heces, con puntas que se abren, como si las pintaran a propósito. Suelta la taza y echa mano de la esponja y el jabón. No logra borrar la sombra de la mancha, le desagrada esa marca arruinando la pintura. Días después encuentra otras de diferentes tamaños, gotas de barro en diagonal, que se expanden en halos como bichos de cien patas, que se multiplican escalando las paredes de su hogar. Se le revuelve todo por dentro, le pesa el cuerpo, se deja caer en la cama vencida. Sueña que se la traga un pantano, se ahoga, y la asaltan las arañas de barro. Se incorpora desesperada, tocándose como si se quitara una maraña de la cara. Se apresura a tirar baldados de agua con vinagre sobre la pared. Sí, el vinagre es infalible. La estrega con el cepillo, con toda la fuerza que le queda en sus cansados brazos. Las huellas son imborrables. Perpleja, toca las sombras que persisten en sus paredes blancas. Piensa que comprará pintura de otro color, pero por qué tiene que cambiar el color de su casa. Los malditos pajarracos o los animales que sean volverán, le han declarado la guerra. Mira hacia el cielo, se pregunta qué aves son estas, o murciélagos, sabe de los murciélagos en el almendro. El perro salta muy inquieto. Lo observa y recuerda el cadáver de una paloma torcaz que encontró una tarde en medio de la sala. De tal magnitud fue su grito que lo asustó. El animal bate la cola, pidiéndole permiso, ella lo motiva para que brinque lo más alto que pueda, si es posible que trepe las ramas del almendro.
OPINIONES Y COMENTARIOS