Mi mujer estaba histérica. Llevaba toda la mañana dando la tabarra con lo mismo y yo, de natural calmado, estaba llegando ya al punto de ebullición, incapaz de seguir concentrado en lo mio; aquél en el que ya no me queda más remedio que levantarme de mi butaca, cerrar el portátil e implicarme en el desaguisado.
—A ver, Maruja, ¿dónde lo dejaste por última vez?
—¿De verdad me preguntas eso? ¿Te crees que no es el primer sitio donde he mirado?
Su tono era ya cercano a la desesperación, como si el hecho de no encontrar su reloj fuera la prueba irrefutable del inicio de un proceso imparable de demencia.
Y lo realmente preocupante es que era un episodio que se venía repitiendo con extraña frecuencia. Pero solo le pasaba con su reloj; no tenía problemas con sus pendientes o con sus anillos, ni con su cartera ni con su bolso. En cierta ocasión llegó a comentarme que su reloj parecía que tuviera vida propia.
Eché un ojo a los sitios en los que la lógica me aconsejaba mirar; el baño, la habitación o el vestidor. Después visité la cocina, la despensa y la galería. Maruja iba tras de mí, con su rostro marcado por la desesperación; el reloj no estaba en ningún sitio.
—¿No lo habrás dejado en el gimnasio? —le pregunté, convencido de que no estaba en casa.
—Seguro que no, esta mañana lo traía puesto cuando he vuelto de pilates.
No parecía tener ni un resquicio de duda. Ante el fracaso de la búsqueda, intenté consolarla.
—Anda, tomémonos un té en la terraza, que hace un día espléndido; ya saldrá cuando menos te lo esperes.
Se fue a la cocina a preparar el té, cuando el sol de media mañana reflejó algo metálico en un rincón de la terraza, donde habitualmente no había nada. Me acerqué a ver de qué se trataba y allí estaba; no caído como por accidente, sino perfectamente colocado para recargar su batería —era un modelo japonés de energía solar—.
—Vaya, con que aquí estabas… —dije, mientras me agachaba a recogerlo.
—Recargando baterías, 85 % completado —dijo el reloj, con una voz metálica que me recordó a un robot.
Me erguí de golpe y, entre asustado y sorprendido, iba a entrar a buscar a mi mujer para preguntarle desde cuándo su reloj podía hablar, cuando oí de nuevo su extraña voz.
—Por favor, no le digas nada a Maruja, no vaya a pensar que no me cuida bien porque haya querido salir a tomar un rato el sol; no quisiera que se sintiera mal por mi culpa…
Eso me dejó fuera de juego; no solo podía informar de su carga de batería sino que se preocupaba por el estado de su propietaria.
Maruja apareció cargada con la bandeja del té y me encontró mirando fijamente el reloj, con cara de espanto.
—¿No pensabas decirme que estaba aquí? —dijo, mientras dejaba la bandeja en la mesa.
—Por favor, apártate, que me tapas el sol…
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