El manuscrito de la única novela que Borges escribió, obviamente inédita, no lo tiene la Kodama, quien, por otra parte, nunca supo de su existencia, sino yo, bien guardado en una caja fuerte.
Llegué a él, insólita e imprevistamente.
Fui su discípulo, hace casi sesenta años y, además, con mi familia vivía en un edificio cercano al que él ocupaba con su madre.
Me presenté, se lo comenté en una clase, y me ofrecí a leerle, siendo que ese iba a ser más un favor para mí, que a la inversa. Tendría de ese modo acceso a su incunable biblioteca, con el adicional de sus valiosos comentarios.
Accedió, y comencé a visitarlo con bastante regularidad.
Durante una de aquellas sesiones, me pidió que le alcanzara algo, unas pastillas, creo, que guardaba en un secreter que estaba en su habitación.
Abrí la tapa, encontré fácilmente lo que me había pedido, y ya me volvía cuando, no sé que toqué, y apareció una disimulada gaveta.
Era evidente que lo que había dentro de esa gaveta, estaba muy bien escondido. Para que nadie lo viera, ni a ello tuviera acceso.
Instintivamente iba a cerrarla, pero un impulso incontenible me hizo tomar lo que allí había.
Me pareció incorrecto lo que estaba haciendo, pero aquella pulsión tenía más fuerza que la de mis valores éticos. Me dejé llevar.
Se trataba de una carpeta, negra, sin identificación, que contenía más de un centenar, calculé, de hojas escritas a mano, con buena y prolija caligrafía.
Con una excusa cualquiera, me despedí y me fui. Llevándomela.
Era una novela, escrita en alemán, y cuyo título Alles Vergängliche ist nur ein Gleichnis significa algo así como «Todo lo transitorio, es sólo una parábola».
Una singular versión del Fausto de Goethe, llena de bifurcaciones y laberintos literarios, tan propios del autor de El Aleph.
Al concluir la lectura, no encontré nada que diera razón de la negativa de Borges a hacerla pública. Tenía no menos de diez años de haber sido escrita, porque ese era el tiempo que hacía que el Maestro había perdido la vista por completo.
Pasado un tiempo sin reclamos, decidí quedarme con ella.
A la muerte del Maestro, estuve muchas veces tentado de publicarla, y hasta pensé en adjudicarme la autoría.
El Fausto de Borges era un librero obsesionado en descubrir obras perdidas de autores consagrados.
Así, en un secreter que casualmente había llegado a sus manos, encontró, insólita e imprevistamente, una disimulada gaveta que escondía en su interior un manuscrito del autor del Fausto, cuyo título significa algo así como «Todo lo transitorio, es sólo una parábola».
Había decidido publicarlo y hacerse muy rico, cuando un voraz incendio, dejó cenizas de sus ilusiones, de sus libros, del manuscrito y de su vida.
El médico acaba de confirmar lo que me temía, de modo que, no voy a desaparecer privándole al mundo de esta obra genial.
Pero parece que no será posible, sin embargo.
Acabo de ir por el manuscrito y, cuando abrí la caja fuerte, en su interior, solo encontré un pequeño montículo de cenizas amarillentas, y un fuerte, muy fuerte, olor a azufre.
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