Hay cosas que se emprenden conociendo un final.
Suena ya todo esto punzante, pero hablo de saberse.
Tener por innegables determinados objetos.
Notar, por ejemplo, que tomaré ese camino
donde crecían las flores que mi mamá recogía,
como ofrenda para sí, camino al colegio.
Cardenales; ramos miniatura.
Amarrarse a la evidencia de que a ciertas luces y olores nos desvanecemos.
Nos arrastran al paseo en una arca repleta e imposible.
Empezamos siempre de nuevo pero prestamos tan poco oído a nuestra biología, que la misma nos grita, desde sus mástiles espesos, que la adoremos.
Esa es la patria realmente. Locaciones en bautismo.
La primera imagen que me guardo soy yo y una iglesia de madera quemada.
Una ampolla grandiosa en mi mano.
Y yo pensaba que era quien la había quemado, en lugar de mi cuerpo.
Lo que no se concibe nunca es echar un vistazo a la cámara.
Vamos, a aquello que pasa.
Mi bisabuelo que se colgó en una higuera.
Un tío que murió enterrado en el mar.
Puede ser que atesore más de ellos que el témpano de una imagen
colgada por ahí en la casa del sur.
En toda mi carne. Soy ellos en la mirada más disimulada
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