Desde una sustentadora y amniótica placidez recién sostengo la antorcha del tiempo que marcará mi devenir;
rompen las aguas vitales que arrojan mi cuerpo a un mundo en el cual poder sentirme protagonista,
sin pausa, quizás con el ansia del que todo tiene por aprender sin otro plan definido que el de absorber, cual gigantesca esponja,
esperando que la posible hostilidad de un hipotético entorno no perfile los matices de una alta, y santa, sobriedad.
Corporales sentidos son los aperos que, presto, pretendo controlar; con ellos atiendo las primeras experiencias
y, como buen primerizo en esto de la vida, como a renglón seguido, me extasían las novedosas emociones
que habré de aprender a manejar como a caballo de mis aconteceres que son y que serán.
El reloj de arena del tiempo aún contiene demasiada para mostrarse inmutable a mis precoces desvelos
que se perpetran en el concepto que de los demás tengo… inevitablemente desenbocante en mí mismo.
Abiertos están los pétalos de la incipiente juventud que transcurre sinuosa, entre maternales carícias
y los consecuentes reveses que, con vitola destructiva, destinados están a ser curtidores del cuero de nuestras hechuras.
Entre hieles y mieles experienciales la hormonal ebullición culmina con los primeros compases del querer
en los que la abarcadora norma del palo y la zanahoria no varía, aplicándose al profuso contexto del sentimiento.
No obstante prendo la rosa que lo simboliza dándole sentido a la sangre que provocan sus espinas de desamor y,
entre éstos y otros aconteceres, me mantengo en mí mismo pues, antes de desprenderse del árbol, la fruta ha de madurar.
Dibujo el círculo de las adhesiones que conforman mi propia familia, juramentándome para y por ella
propiciando tantos besos y abrazos como puedo, evitando tantos escudos y mandobles como debo pues,
el paso firme de la responsabilidad no entiende de componendas… mucho menos aún de inhibiciones.
Muchos son los avatares de entre los cuales poder acopiar amistades… o quizás suceda a la viceversa;
la estima del pasajero que revisa sus prioridades para convertirse en compañero de alegrías, pero tambien de vicisitudes,
es un vigorizante perfecto que me hace más desahogado el camino.
Recolector de alientos me considero, de tantos como valga el esfuerzo de quien pretende no defraudarse a sí mismo y,
por consiguiente, si no al resto del mundo, sí al de que, entre unos y otros, nos hemos ideado, cimentándolo en la cruda realidad.
Casi sin darme cuenta siento que la fragua de mi existencia mengua su llama y, en esa inadvertencia,
subsisto de las brasas todavía encendidas con enfático carmesí aplicándolas el fuelle de una fútil perseverancia.
Sin embargo, la conclusión a todo este crisol de dardos de consciencia instalados en la sopa primigenia de la subconsciencia,
sé que me deriva a un unívoco destino que de forma tan umbría se cincela en nuestros más tenebrosos sueños;
parco arquetipo que no permito emponzoñe ni amedrente mis últimas horas remitiéndome a una límpida luz de la que recuerdo vengo
y a la que, sin duda, voy.
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