Domingo estaba sumergido en la búsqueda de una cláusula cuando su mujer Encarna entró en su despacho para avisarle de que Rosario, una señora con la que se encontraban cada domingo en la iglesia, estaba allí para hablar con él. El espigado abogado le pidió a su esposa que le dijera que entrase.

Rosario entró en el despacho de Domingo. Lo saludó educadamente, llamándolo “Don Domingo”, como todo el mundo lo conocía.

No había quietud en su espíritu. Su pobre hijo, un adicto a la heroína de dieciocho años, se encontraba privado de su libertad, pues en uno de sus incontrolables ataques por saciar su sed de aquella maldita sustancia, había arrebatado su bolso a una señora mayor, quien, aferrándose a él como un niño pequeño a la mano de su padre, había terminado en el suelo con varios huesos rotos.

Domingo, con una mirada amable, le pidió a Rosario que no se preocupara, porque haría todo lo posible para que su hijo volviera a estar junto a ella.

A la mañana siguiente, Domingo desayunaba en la cafetería que se encuentra junto al Palacio de Justicia de Sevilla con José Manuel, un joven abogado penalista, cuyo carácter sincero y honesto lo había conquistado.

Domingo le contó el caso de su nueva clienta. José Manuel lamentó la oleada de miserias que aquella droga había traído a España, especialmente a los barrios más desfavorecidos.

– En todas partes cuecen habas.

– Así que se trata de una familia burguesa. Me alegro, al menos esta vez no se sentirá obligado a rebajar sus servicios.

– No he hecho nunca nada que no hubiera hecho un buen cristiano.

– Usted lo ha dicho, un buen cristiano, pero de esos me temo que quedan pocos en el mundo.

Dos semanas más tarde, Domingo visitó al juez designado para el juicio.

El abogado y el juez mantenían una cordial relación, cimentada en más de dos décadas de trabajo conjunto desde el respeto mutuo.

Domingo le dijo que la adicción del hijo de Rosario podría ser un atenuante que lo eximiera de su desgraciado delito. El juez, sin embargo, le respondió que el chico había declarado que había cometido aquel terrible robo para conseguir unos sucios billetes con los que comprar una dosis más para su maldita adicción.

El curtido abogado se sintió desalentado, pues sabía que la desafortunada declaración del hijo de Rosario sería un obstáculo difícil de superar para conseguir la eximición de su pena.

La mañana siguiente, mientras desayunaba con José Manuel como de costumbre, le expresó su desesperanza. José Manuel le dijo que se temía que aquel pobre chico tuviera que cumplir al menos cuatro de los cinco años con los que se le había condenado. Domingo le respondió que él, con la ayuda de Dios, no lo permitiría. El joven abogado le dijo que Dios no solía andar por el mundo en aquellos días. Domingo le preguntó intrigado por qué afirmaba aquello. José Manuel, sorprendido, le contó que un veterano de la guerra de Vietnam había asesinado en Bogotá a treinta y dos personas, entre ellas a una alumna, a la madre de su alumna y a su propia madre. Los periódicos habían bautizado el trágico suceso como La Masacre de Pozzeto. Domingo, con los ojos tristes, le respondió que los planes de Dios eran un misterio. Rezaría aquella noche para que aquellas pobres víctimas descansaran en paz y sus familias pudieran hallar el consuelo, si es que aquello era posible.

Llegó el día del juicio. Domingo se adentró en la sala junto al acusado, cuyos ojos dejaban ver unas largas ojeras. Rosario esperó fuera muerta de nervios agarrada a la mano de su marido.

Dentro, Domingo y el hijo de Rosario esperaban la sentencia sentados. El abogado estaba esperanzado, pues había conseguido realizar una convincente defensa sustentada en el incontrolable síndrome de abstinencia que provocaba la ausencia de heroína en el desgraciado adicto.

Sin embargo, la sentencia fue demoledora como una bola de derribo sobre un edificio en ruinas: cuatro años de prisión, tal y como había previsto José Manuel.

El hijo de Rosario salió de la sala con los ojos llorosos. Sus padres fueron a despedirse de él con palabras de amor y ánimo antes de que se lo llevaran otra vez a prisión.

Domingo observaba atónito la dramática escena. Aquel pobre chico que había cometido un desafortunado delito a causa de una adicción que ya de por sí atormentaba su existencia, ahora pasaría cuatro años rodeado de delincuentes y criminales que acabarían por quebrar su desgraciada alma.

Él había realizado una formidable defensa, animado por su fe incondicional en Dios, pero este no había andado por el Palacio de Justicia ese día. Tampoco había andado por las calles de Pozzeto la noche pasada, cuando aquel demonio había arrebatado cruelmente la vida a aquellas víctimas inocentes.

Fue entonces cuando Domingo se cuestionó su fe en Dios.

Ese mediodía, Domingo llegó a casa abatido. Encarna lo notó rápidamente. Le preguntó cómo había ido el juicio. Domingo le contó la desafortunada sentencia.

Durante el almuerzo, mientras Encarna y sus hijos comían, Domingo apenas probó bocado.

De repente, sonó el teléfono. Encarna fue a atender la llamada. Volvió al salón exultante de alegría: María, la tercera de sus siete hijos, había dado luz a su segundo hijo, Sergio.

Toda la familia visitó aquella tarde a María y a José Antonio, su marido, en el hospital.

Domingo sostuvo entre sus brazos a su nuevo nieto. Sintió que aquel ser tan pequeño e indefenso merecía todo su cariño y atención.

De nuevo la luz penetró en su interior. El amor que sentía hacia Sergio era la prueba de que Dios aun andaba por el mundo. Estaba en sus nietos. Estaba en sus hijos. Estaba en su mujer. Estaba en él.

Una nueva fuerza había renacido en su interior. Pelearía con todo el coraje que Dios le había insuflado para que Rosario pudiera tener pronto a su amado hijo entre sus brazos.

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