Mamá: la merienda

Mamá: la merienda

Altoaragonesa

27/06/2024

Nunca pensé que me daría tanta cuenta de la evolución de las costumbres alimenticias hasta que observé a mis nietas comer sin pan.

Recuerdo cuando yo tenía la edad que ellas tienen ahora que siempre estaba en el centro de la mesa, la que ocupaba la amplia cocina donde nos reuníamos para comer y contarnos todas las vicisitudes que nos acontecían, la cesta que contenía una hogaza y una barra de pan. Era el pan nuestro de cada día. Tapada con un blanquísimo paño de lino.

Antes de acudir a la escuela iba a comprar el pan. Ya en la cola de la panadería me envolvían todos los aromas que salían del obrador: del pan recién hecho, de las esencias incorporadas a las tortas, del azúcar quemado… Que gratificante llegaba a ser el momento y si tenías la suerte de que la persona atendiendo en el mostrador ese instante metía una golosina en tu bolsa junto a la hogaza, sin que la viera nadie, era una manera especial de empezar bien el día.

Viene a mí memoria cuando y como contaban las vecinas, en los corrillos que formaban a diario, el proceso y las competiciones que seguían para que les salieran panes hermosos. En cada casa se amasaba la harina (en mi niñez, de trigo), levadura, agua y aceite en unos maseros y se envolvía con los paños de lienzo para que fermentara. Se precisaba una buena técnica que se iba adquiriendo desde edades tempranas observando e imitando a las mujeres mayores de la familia. Preparaban las piezas necesarias para una o dos semanas. A la hora convenida con los panaderos llevaban en los tajadores (tablas de madera) y bacías (recipientes para amasar) las piezas al horno para su cocción.

Cierro los ojos y” vivo” aquellos momentos con la familia reunida alrededor de la mesa a las horas de las comidas principales; como los mayores hacían la señal de la cruz en la pieza de pan antes de cortarlo en tajadas. Estaba “de rechupete” el pan mojado en los caldos de los guisos. Y como te “resucitaban” aquellas sopas escaldadas de pan, cortadas tan finitas, que solo una madre con su dedicación sabe hacer, que al echarle el agua hirviendo por encima prácticamente se deshacían y te curaban de “casi” todos los males. ¡Cuánto las echo en falta!; mira que intento hacerlas pero como las de mi madre no me salen.

El momento de la merienda era “especial”. Desde la puerta de casa ya gritaba: “Mamá: la merienda”. Mi madre ya la tenía preparada. No eran tan variadas como las que ahora prepara mi hija a mis nietas pero no tenían nada que envidiar a éstas. Cogía rápida la merienda y a corretear con la cuadrilla. A algunas de mis amigas de aventuras las meriendas les duraban todo el rato pero yo en un plis plas ya me la había zampado.

Cada cambio de ciclo estacional se reflejaba en la composición del bocadillo. Primavera: “tortas”, que se solían hacer coincidiendo con La Semana Santa, bollos, “enfarinoses”, rosquillas a las que sumaban una pieza de chocolate. Verano: pan con auténtico tomate, de esos que se cultivaban en los propios huertos, regado con lo que ahora llaman “oro verde” y loncha de jamón o embutidos exquisitos de las matanzas particulares. Otoño: pan con manteca o vino y azúcar. En invierno pan con dulce de membrillo.

Siempre he sido y soy “comilona”. Acompañaba y sigo haciéndolo las comidas con pan. Hasta el pan “duro” me gusta. Pero así como iban pasando los años disminuía la cantidad de ingesta. Pasé de merendar una merienda contundente a no merendar. Quizás influyó el oír: “no comas tanto pan que engorda” o “he perdido dos kilos solo dejando de comer pan” entre otras indirectas que me iban regalando.

Si he de ser sincera no me “traumatizó” demasiado. Cambié el consumo del exceso de pan por devorar libros. Y con el intercambio salí ganando. También contribuyó la evolución de la calidad del pan que ya no era el que había sido. En cambio iba descubriendo autores y textos casa vez mejores.

Ha sido y sigue siendo mi actividad lectora similar a la de hacer pan. . Aunque a veces a causa del hambre de libros me gane la ansiedad a la reflexión sobre qué leer. Intento prestar atención a los ingredientes. Me equipo de las piezas-libros- que voy a leer yendo a la biblioteca a menudo y tratando de no marear demasiado a la “sufrida” bibliotecaria que me atiende. Y también ella me suele dar “una golosina lectora” que le agradezco mucho.

Disfruto mucho leyendo y también tengo mis gustos estacionales. Primavera: Los ensayos sobre la evolución de la escritura y las civilizaciones. Verano: Thriller, acción, suspense. Otoño: las grandes novelas decimonónicas. Invierno: novelas y poesías cortas escritas por mujeres.

Mis nietas no comen aquella hogaza tan deliciosa que a mí me alimentaba porque ya no la hacen, aunque  con gran placer y alegría noto que poco a poco sí se está volviendo a las panaderías artesanales para conseguir un pan de más calidad.

También ellas devoran libros adecuados a sus edades. Cada vez más nos reunimos en torno a la “antigua mesa” leyendo libros, comentándolos, poniendo en común lo que deducimos, debatiendo sobre los personajes, intercambiamos opiniones y dándonos el gustazo de saborear un buen pan con tomate y aceite o unos dulces con chocolate caliente o lo que traiga la estación. Así que nos embarcamos con unos apetitosos alimentos a la búsqueda de aventuras Un disfrute total.

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