En un rincón de la vasta Andalucía, de cuyo nombre quisiera acordarme pero me es impreciso, vivió un buen hombre llamado Manuel, hijo de un honrado panadero que, como su padre antes que él, se ganaba la vida transformando el modesto trigo en el más sabroso pan que jamás haya cruzado labios de hombre o mujer. Desde la tierna edad de siete años, cuando su padre lo llevó por vez primera al horno, quedó el buen Manuel prendado del arte de la panadería, y desde aquel día, dedicó su existencia entera a la noble labor de amasar y hornear.
Pasaron los años, y Manuel, ya hecho todo un mozo, heredó el obrador familiar, que pronto se convirtió en el más celebrado de todo el pueblo y sus alrededores. No había alma que no suspirara al oler el pan recién salido del horno, ni rostro que no se iluminara al recibir una hogaza dorada y crujiente, fruto del esfuerzo y el esmero del buen panadero. Pero si en algo hallaba Manuel más gozo que en la aprobación del pueblo, era en el placer de llevar cada mañana el primer pan del día a su querida esposa, doña Mariana, quien lo esperaba con una sonrisa que rivalizaba en calidez con el mismo sol.
—¡Ay, Manuel! —solía decirle ella con su risa melodiosa—, tu pan es tan perfecto que un día temeré comerlo, pues parecerá una obra de arte destinada no al estómago, sino al alma.
Mas el tiempo, cruel y despiadado, no hizo excepciones con nuestro buen panadero. Las manos que tanto habían trabajado comenzaron a sufrir los rigores de la edad, y la artrosis, ese enemigo silencioso, se instaló en sus dedos, robándole poco a poco la fuerza y destreza que durante décadas habían sido su orgullo y sustento. Fue así como, tras cumplir setenta inviernos, Manuel hubo de aceptar con pesar que ya no podía amasar como antaño, y, con gran melancolía, decidió cerrar su obrador, despidiendo con lágrimas al calor del horno y al aroma del pan que había llenado sus días de satisfacción.
En su retiro, la vida se volvió monótona y gris. Manuel extrañaba profundamente la sensación de la masa entre sus dedos, el crepitar del fuego en el horno y, sobre todo, la sonrisa de su difunta esposa al saborear el pan que con tanto amor le preparaba. El dolor de la ausencia de doña Mariana se hacía más agudo con cada amanecer, y la añoranza del pan, ese que había simbolizado su amor, se convirtió en una sombra que lo acompañaba siempre.
Fue entonces cuando su hija, preocupada al ver la tristeza en los ojos de su padre, le propuso una solución insólita para él:
—Padre, ¿por qué no os compráis una panificadora? Con ella podríais hacer vuestro pan sin esfuerzo, y quizá así recobréis algo de la alegría que habéis perdido.
Manuel, aunque receloso y nostálgico de los tiempos pasados, decidió seguir el consejo de su hija, confiando en que su intención no era otra que verlo feliz. De este modo, adquirió el artefacto que tanto se le antojaba extraño, y cuando lo tuvo ante sí, no pudo evitar compararlo con los sencillos utensilios de su juventud.
Aquella máquina, fría y distante, no era sino una aberración mecánica, un oscuro simulacro de lo que había sido su vida de artesano. Con una mirada que oscilaba entre la curiosidad morbosa y el terror más absoluto, Manuel la observó detenidamente. Las líneas metálicas, el brillo espectral de su superficie, todo en ella le provocaba un escalofrío profundo, como si se hallara ante un instrumento de tortura antes que ante un simple aparato doméstico.
El manual de instrucciones, que ahora yacía en sus temblorosas manos, parecía escrito en un lenguaje arcano, un códice de secretos impíos que se resistía a ser descifrado. Cada palabra le resultaba extrañamente familiar y, sin embargo, completamente ajena. A medida que sus ojos recorrían las líneas impresas, su mente se nublaba.
Finalmente, con un esfuerzo que pareció extraerle la poca vitalidad que le quedaba, Manuel comenzó a reunir los ingredientes. Sus manos, temblorosas y encorvadas por la artrosis, parecían moverse por voluntad propia, guiadas por una fuerza invisible que no podía ni quería comprender. Vertió la harina, el agua, la levadura y la sal en la panificadora, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda con cada movimiento. El sonido de los ingredientes al caer en el recipiente resonaba en sus oídos como un presagio funesto, un eco lejano de un pasado que ya no podía tocar.
Con el último ingrediente añadido, Manuel cerró la tapa de la máquina, sellando con ella no solo el destino de aquella hogaza, sino también el suyo propio. Durante las tres largas horas que duró el proceso, no apartó la vista de la panificadora, observando con una mezcla de fascinación y horror cómo aquella abominación mecánica se encargaba de lo que había sido su labor más sagrada. Los minutos se alargaban en una eternidad insoportable, y el corazón de Manuel latía con un ritmo irregular, como si en cualquier momento fuera a detenerse.
Al fin, el proceso concluyó con un sonido agudo, como un grito de ultratumba. Lentamente, con una reverencia oscura y sombría, abrió la tapa y extrajo la hogaza, que ahora reposaba inerte en sus manos. Era un pan perfecto en su forma, pero desprovisto de alma, un simulacro vacío de lo que una vez había sido la esencia de su vida.
Con manos trémulas, comenzó a cortar rebanada tras rebanada, y con cada corte, sintió como si estuviera desgarrando no solo la hogaza, sino también su propio ser. Una lágrima, solitaria y amarga, cayó sobre la corteza dorada, y un suspiro profundo, cargado de desesperación, se escapó de sus labios.
Cuando finalmente llevó un trozo a su boca, el sabor, aunque familiar, le resultó completamente extraño. Era un pan perfecto, sí, pero carente de la vida, del amor, de la dedicación que habían definido su existencia. En ese preciso instante, Manuel comprendió que había cometido un error fatal al sucumbir a la tentación de la modernidad. No era la máquina la que había robado su esencia, sino él mismo, al entregar su alma a una comodidad que jamás podría reemplazar el arte, la pasión y los recuerdos que tanto había atesorado.
Aquella noche, mientras la oscuridad se cernía sobre su hogar, Manuel sintió que algo dentro de él moría. No eran solo los recuerdos de su amada esposa los que se desvanecían, sino también su propio ser, reducido a un mero espectador en una vida que ya no le pertenecía. Y así, en el silencio sepulcral que envolvía su casa, comprendió que no había retorno posible, y que, en su intento por recuperar el pasado, había sellado su destino en las sombras de la eterna soledad.
Aquella noche, mientras las sombras se alargaban y el silencio envolvía su hogar, Manuel miraba sus temblorosos dedos y vislumbraba la sonrisa de su mujer. Aquella noche, las manos podían estar debilitadas, pero su corazón lo estaba aún más. Aquella noche, tuvo más presente que nunca a sus grandes amores, su mujer, su hija, su profesión. Aquella noche, murieron algo más que los recuerdos.
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