Marcelo miraba, como cada mañana, a través de su ventana para ver salir a su papá, para él, un verdadero héroe.
El padre de Marcelo, ciertamente, no tenía poderes, y poco tenía que ver con aquellos personajes que podemos ver en el cine o los cómics, no tenía más súper traje que un delantal y un gorro blancos, ni mayor cualidad física que unas manos que eran un mapa de tiempo y dedicación, marcadas por surcos profundos como los de un campo arado, con la fuerza del que ha amasado cientos de hogazas y la suavidad que solo el contacto constante con la harina puede otorgar. Sus palmas, callosas pero firmes, conocen de memoria el lenguaje secreto de la masa, ese punto exacto en el que lo simple se transforma en lo extraordinario.
Los ojos vidriosos de felicidad de su padre, al caminar por las calles de su pueblo natal, coincidían con el sentimiento que contenía la mirada de Marcelo. Puerta tras puerta, el padre de Marcelo iba ofreciendo ese bendito regalo que él mismo había preparado con sus propias manos, una y otra vez, como cada temprana mañana desde hacia más años de lo que podría recordar.
Y una vez más se dibujaba la sonrisa tierna en la cara de Marcelo, cuando podía comprobar que para cada uno de sus vecinos ese era un momento lleno de magia. Poder oler el pan recién horneado, y como más de uno no podía contener sus ganas sin llevarse un pellizco crujiente a la boca. Cuánta felicidad en tantos hogares era capaz de transportar en su cesto Juan, el padre de Marcelo. Normal que para ese niño de tierna mirada su papá fuera un héroe.
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