El último Papá Noel

Cortó un pedazo de pan con los dedos, se lo llevó a la boca y lo masticó lentamente.  Junto a su cama, en la mesilla, una radio siempre en silencio y unos audífonos que no se ponía nunca daban fe de que el anciano apenas oía. Aún tenía buena vista, pero la mayor parte del tiempo descansaba con los ojos entornados de una vida que comenzó poco antes de que estallara la Guerra Civil y estaba próxima ya su fin, noventa y un años después.

Apenas hablaba. Unas semanas antes había dicho –en un tono casi neutro-: “Estoy terminando”. No se refería a la bandeja con la comida. No había vuelto hablar, salvo cuando mi madre le obligaba a saludar a las visitas, algo a lo que él accedía dócilmente y con mucho esfuerzo.

Era una agonía sin dolor, que se prolongaba meses. Las personas que venían a visitarle intentaban que saliera de su pasividad, pero al poco lo dejaban por imposible, charlaban un rato entre sí y se retiraban, amables.

Después de un largo viaje, y con tiempo apenas para besar a su padre antes de volver con su familia, mi hermano cogió una mano de nuestro padre y empezó a frotarle las yemas de los dedos con sus propios dedos. Primero una, luego la otra. La cara del anciano se transformó: parecía un gato que ronroneara al recibir una caricia agradable. Un gatito desconocido.

Permaneció así unos minutos, el tiempo que duró el masaje en sus manos artríticas, sin ver la sonrisa de quien de este modo trataba de hacerle llegar su cariño. Fue entonces cuando, súbitamente, abrió los ojos y rompió un silencio que se había convertido en una parte casi física de nuestra casa familiar.

“Ayer me acordé de que un soldado republicano me dio un chusco. Yo tenía 5 años y estaba sentado en la calle llena de cristales rotos y escombros. Me dio el pan con su mejor sonrisa”. Su cara se iluminó, sus ojos brillaban, consciente de que le estábamos escuchando con nuestra mejor atención.

Ese fue el último regalo que nos hizo mi padre.