Yo los recuerdo perfectamente. Ella se llamaba Eliza la mejor panadera de Chinácota y él se llamaba Yamit el único poeta de la región. Con ese noviazgo supe que el valor está en la mirada postrera, en el último trozo de pan en la boca, incluso con el sabor de la derrota.
Como olvidar la semana que ella le preparó al poeta «Pan Roti Canai», un pan plano de Malasia con el cual según el mito una diosa conquistó al mar. Dicho manjar consiste en una masa hecha con grandes cantidades de grasa especial llamada ghee, huevo, harina, agua y se debe masajear con una técnica especial estirando la masa como se estira la masa de la pizza. Lo afirmo porque me invitaron a probar esa delicia, yo traje salsas hindúes y les di la charla técnica respectiva sobre ese raro pan. Para esa época Yamit le escribió en una servilleta de la panadería: -«Eliza: eres consigna del relámpago necesaria palabra en el lenguaje de la inocencia declamado por la harina». Ella sonreía y todos degustábamos del «Pan Roti Canai», mientras ella contaba su sueño de la noche anterior: – Soñé con un jardín de orquídeas y Yamit y yo corríamos por en medio de ese paraíso. Éramos niños desnudos comiendo pan Roti Canai y riendo a carcajadas, desperté feliz.
En otra ocasión, Eliza preparó pan de bono. Un pan colombiano cuyo ingrediente especial es la fécula de maíz, que se combina con harina de maíz y se amasa con un rodillo para luego formar las bolas de pan llenas de queso costeño. Dice la historia que esta harina es indígena y el queso costeño es propio de una receta africana que vino hasta América para formar este pan mestizo, con ayuda de los hornos europeos traídos por los españoles. El día del pan de bono yo les compartí a Yamit y a Eliza un vino tinto especial, después de contarles la historia del pan de bono. Y Yamit traía en una hoja de papel bond con un escrito para el momento que declamó con pasión: -«Eliza, húmeda la hoguera no le reclama nada al aire, queda un océano fundido en la marea de tus manos, derretido el colibrí en su vuelo, tú eres harina de maíz y yo queso costeño». En contraprestación, Eliza contó su sueño de la noche anterior al festejo: -Imagínense que soñé con una ciudad de caramelo rojo, el mismo de las manzanas caramelizadas, y era una urbe de castillos orientales como los de las mil y una noches, donde Yamit y yo, untábamos los panes de bono en las paredes de las construcciones y nos compartíamos esta delicia. ¡Ah! y éramos adolescentes vestidos con camiseta polo y ropa interior con las piernas desnudas. Desperté pletórica de gratitud por ese bello exceso.
Estas experiencias onírico-panaderas o cultural-harineras, como quieran llamarlas las hicimos a manera de tertulia sesenta y seis veces (un número cabalístico y casi satánico contrario a cualquier clase de pan), siendo la última, el día que Eliza preparó el pan Baguette. Un pan francés alargado que contiene harina de trigo, agua, levadura y sal. Su nombre, que significa «varita» o «bastón» en francés, hace referencia a su característica forma alargada y estrecha. Y lo peor: es la creación de un panadero parisiense despechado en mil novecientos veinte, por culpa de una pintora que lo abandonó por irse a América con un aristócrata heredero de una gran fortuna. Es obvio que yo no quise contar esa historia e irónicamente empujamos ese pan con aguardiente que es el licor de los despechados o los olvidados del amor. Asimismo, Yamit pronunció estas palabras con un dejo de nostalgia: – «Pobres hijos de nada, pobres dudas de la harina, secretos de la madrugada en que se hornea el pan, pobres palabras de un olvido que a voces dice un nombre: Eliza tú has crecido bajo el hondo estupor de la clara conciencia del diálogo entre la panadería y su pan. ¡Pobres sauces del poeta que lloran lo evidente!» y Eliza contó su sueño: – Íbamos ancianos por un París apocalíptico y por lo tanto en ruinas. Masticábamos despacio el último pan Baguette, mirando el piso, encontrando charcos que eran oscuros espejos donde reflejábamos la hondonada de lo inevitable. Desperté bañada en sudor y abracé la foto de Yamit.
Lo premonitorio se hizo realidad. El padre de Eliza era el dueño de 10 panaderías en el departamento, incluyendo la de Chinácota y por razones inéditas odiaba a los poetas. Por eso mismo, se llevó a Eliza a otro país, a México D.F. a estudiar alta cocina y gastronomía internacional. Por su parte, el poeta se fue a Bogotá donde vive de administrar un café-arte y allí amasan y venden los mejores panes de la ciudad (según parece heredó las recetas del noviazgo). Y su humilde narrador es un empleado oficial en Pamplona (la de Colombia), donde come un pan dulce llamado mojicón apropiado para tomar café negro, mientras construye una masa madre de palabras en la levadura de la existencia, para entregar una bella y verdadera historia del pan.
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