El que une a todos

El que une a todos

Dos ojos hambrientos. El vacío de su estómago se refleja en lo profundo de sus pupilas. Ya no le queda nada, tan solo un largo pelo que arrastra con ella las migas de la calle y un deseo profundo por encontrar algo que la mantenga de pie en este mundo.

Pero la gente sigue pisando las puntas de su pelo marrón como si fueran raíces que se asoman por la tierra de los árboles de otoño y nadie nota las lágrimas que caen en gracia mientras admira el otro lado de la vitrina.

Múltiples tipos de panes brillan bajo un cartel que tiene signos raros que ella no logra entender, y sueña, mientras su mano deja su estampa en la ventana, que el vidrio desaparezca, y todo lo que parece oro esté a su alcance.

La joven cierra los ojos y cuenta hasta tres, pero al abrirlos, la única diferencia es el vacío túnel en su interior que parece ser excavado más profundamente con cada desilusión y minuto de hambre. Sus piernas ya tiemblan manteniéndola de pie, pero a la vez, no logran juntar la fuerza necesaria para alejarla de ahí; al parecer, avanzar se volvió muy difícil.

Finalmente, reacciona cuando uno de los panes de la vidriera es tomado, y casi tropieza con sus raíces de árbol al encontrarse con dos luces celestes mirándola con sobresalto. El corazón del panadero se quiebra un poco cuando ve a la niña desviar la mirada y sentarse a un costado de la vereda, pues claramente no hay brújula en su vida que la lleve a un destino. El señor decide concentrarse en el pan, y pone su corazón en encontrar el mejor cocinado. En el último estante siente como uno brilla con su forma redonda perfecta y su corteza firmemente frágil cuál lago congelado. Al volver al mostrador, le pone su mejor sonrisa al cliente, aunque su corazón se siente frío a pesar de los cuatro hornos prendidos en el local.

El cliente mira su reloj como reflejo, pero instantáneamente se pone a silbar una dulce melodía, y sus dedos bailan al pagarle al panadero, quien le da su correspondencia y su sonrisa se quiebra como el frágil hielo.

Fue en el momento en que sus manos se encuentran unidas por el pan, que el cliente mira fijamente a los ojos del vendedor y nota cierta tristeza. Su corazón da un pequeño vuelco, y sin saber qué ha pasado en ese milisegundo, murmura “gracias” y sale a la calle perplejo. Camina tan sumido en sus pensamientos, que si no era por la alfombra que ha pisado al salir, no hubiese notado lo que en realidad era el eterno pelo de una joven niña, que sin siquiera reaccionar, mira fijamente a través de las almas que pasean felizmente por la vereda.

El señor abre los ojos al sentir una gran ola de compasión agitar su interior y el tiempo parece empujarlo cuando se pone en cuclillas y llama a la niña. Silenciosamente gira la cabeza, y sus ojos parecen ablandarse como la masa del pan al ser amasada, cuando por segunda vez en el día, un corazón le demostraba que compartían todos el mismo mundo, le demostraba que su corazón también late a la par del de todos.

El señor estira su mano y le da la bolsa a la pequeña. La niña mira dentro y ve el pan, atreviéndose finalmente a llorar. Dos dulces lágrimas salen de sus ojos y caen sobre el alimento que ahora es su todo, y siente que comparte algo que todos tienen, un pequeño puente entre ella y la humanidad.

El señor sonríe y se aleja con las manos vacías pero más pan esperándolo en su hogar. Mientras tanto, sentada en la vereda, dos ojos hambrientos rebalsan de amor desde lo profundo de sus pupilas. Ahora lo tiene todo, un largo pelo que la ayuda a caminar sobre el mundo y un deseo cumplido que se reduce en el pan entre sus manos, en el pan que lo es todo.

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