La lluvia se hacía crecer mientras que el viento intentaba frenarla. Los limpiaparabrisas saltaban de manera automática a la imprevista. Un vehículo se paraba.

―Buenas tardes, ¿hacia dónde la llevo?―. Decía una voz ronca y áspera. Acompañada de una carraspera con una tos seca a la vez que inhalaba una última calada a una colilla que lanzaba por la ventanilla sin que se diera cuenta el cliente, abría la puerta trasera derecha.

La joven que ya estaba montada en el asiento de atrás, le escuchaba a la misma vez que iba colocando un pequeño paragua casi cerrado en la zona de acompañante a la izquierda sobre la alfombrilla, y, una bolsa de plástico donde en su interior había otra de tela parecida a una talega antigua, esas de pan, de una manera minuciosa era curioso. Un mediano bolso tipo bandolera posaba también. Ella tendría unos treinta y cinco años, no más. Se ponía cómoda en el asiento derecho y cerraba la puerta por donde entró. Tenía el cabello encrespado por la lluvia, de color rojizo quizá teñido con tonos caoba, un aspecto atractivo por unas cejas muy bien cuidadas, ojos verdes aguamarina, nariz refinada, labios carnosos y una piel tersa en su rostro. Su bello cuerpo estaba tapado por un vestido de gasa azul oscuro un poco escotado.

―Hola, voy en dirección… Hacia la plaza España―. Ella Miraba en su IPhone el Google Maps, aun no le sabía decir el lugar correcto.

El conductor del confortable taxi de manera simultánea la escuchaba y la observaba por el espejo retrovisor. Ella no quería mirarle. La radio del vehículo transmitía un programa de Rock por la emisora FM. Sonaba Rearviewmirror de Pearl Jam.

―Debe de haber pasado algo más adelante. Quizá un accidente. Este embotellamiento no es normal―. El conductor de aspecto desaliñado y poco aseado, volvía hablar mientras movía con frecuencia de un lado para otro la cabeza para desentumir alguna rigidez de los músculos del cuello.

Ella le escuchaba un tanto vacua, prestándole más atención a la canción de fondo. Observaba a través del cristal de la ventanilla como caían las finas gotas. Se absorbían entre ellas. Unas con otras. Todo el recorrido lo marcaba con su fino dedo índice. Pasaron unos minutos en silencio donde solo se escuchaba la emisora y la lluvia golpeando en el coche. Se acercaban hacia un corte de carril, quedando de un solo modo uno.

Ella fijó la vista por el interior hacia el frente y con preocupación hablaba. ―Parece qué sí es algo importante… ¿No?―.

―Pues creo que sí…―. Contestaba él mirándola con disimulo dirigiendo la vista hacia el lado derecho por encima de su hombro y sin volver la cabeza. Volvía a fijar la vista hacia adelante. Empezó a percibir un poco de rareza en su interior, más bien inquietud nerviosa. Volvía a mirarla unos segundos de la misma manera, asegurándose qué lo que pensaba en ese mismo instante era de manera absoluta en su certeza. Volviendo a mirar adelante, sabía que era ella. Empezaba a estar tensionado y le sudaban las manos. Todo se lo notaba mientras con firmeza agarraba el volante. Volvía a hablarle.

―Perdone… Puedo hacerle una pregunta―. Un tic nervioso se le pronunciaba en el labio superior sin apenas percibirse.

―Claro. Me puedes tutear por favor―. Respondió ella con voz suave mientras seguía mirando por la ventanilla.

―Por casualidad no te llamaras Eva ¿no?―. Ahora el tic sí se hacía más visible.

―Sí. Mi nombre es Eva. ¿Cómo lo sabes?―. Con el ceño fruncido contestaba. Intranquila.

Apareció un silencio tan profundo que parecía que había pasado por algunos segundos un ángel. La lluvia seguía en aumento. Eva dirigía la mirada al interior hacia el frente por el cristal delantero y solo veía manchas turbias de colores por las luces del tráfico, y, semáforos. Volvía la mirada hacia la pantalla del confortable vehículo y observaba la hora en el reloj digital, marcaban las veintidós y treinta y ocho.

—Eva soy Hugo. Han pasado unos diecinueve años. Éramos unos adolescentes. Quizás tú tuvieras los dieciséis años. Yo siempre he sido unos cinco años mayor que tú. Pasamos algún verano en la panadería de nuestro tío. Los dos le ayudábamos en la preparación de las piezas de pan. Cuando él no estaba. ¿Recuerdas el olor del horneo? Era único. Te he reconocido por tu pequeño lunar en la perilla de la oreja izquierda y tu cicatriz en la rodilla derecha por la incubadora—. Hugo lo narraba todo con excitación. El tic del labio iba desapareciendo.

―A propósito―, volvió a decir Hugo volviendo un poco la cabeza hacia ella, ―¿vives aquí en la ciudad?―.

―No. Solo estoy de paso por unos asuntos de trabajo―. Hablaba mientras con disimulo sacaba de la bolsa de plástico un objeto elaborado por ella envuelto en un paño fino de lienzo basto. Al despojar el paño con habilidad, aparecía un pequeño objeto parecido a un buril de unos nueve centímetros con la punta muy fina y punzante, con semejanza a una aguja de epidural, que para que no se doblara la punta iba clavada en un diminuto corcho. La empuñadura era pequeña. De madera de roble. Ajustada a la palma de su mano. 

―Por aquí mismo a la derecha puedes dejarme por favor―. Le terminaba de hablar con inquietud Eva.

Hugo accionaba el intermitente derecho y poco a poco se acercaba a una zona llana. Parecida a un aparcamiento. Una vez parado, de manera automática se encendía la luz interior, y, antes de que pudiera a pagar el taxímetro, Hugo sentía un pinchazo por la nuca.

―Venga, tranquilo, qué pronto volverás a amasar el pan entre mis manos hijo de puta―. Eva le susurraba en el oído a la vez que la aguja entraba en la nuca con precisión por el hueco del reposacabezas sin fallar en el lugar exacto. Lo hacía despacio, sin demasiada fuerza, la aguja podría romperse bajo la piel. Tampoco podía dejar la punta ahí. En profundidad. La sacaba en unos segundos con rapidez y suavidad, sin oponerse a la gravedad. Siendo mortal.

―Una cosa más―. Hugo habló dirigiéndose al espejo interior. Todos los músculos se le contrajeron con un espasmo. Fueron sus tres últimas palabras.

Eva presionó durante unos minutos la milimétrica herida con una pequeña gasa que llevaba preparada en la bandolera. Para evitar una hemorragia. No podían quedar restos de sangre. Salía del vehículo sin ser vista. Había poco tránsito por la calle por la incesable lluvia y la oscuridad de la noche.

Habían pasado unos días. Y no hubo noticias publicadas, ni transmitidas de la muerte de aquel depravado. La muerte causada por la punción de una aguja tan fina en aquel punto singular en la parte inferior del cerebro era similar a una muerte natural. Mientras aparecía un cadáver al aparcar el vehículo. Por el estrés y la tensión de la conducción de tantas horas al día con el tráfico de la ciudad. Aquello podía pasar sin ninguna duda por un ataque cardíaco. No se encontró nada extraño en el coche. Solo múltiples huellas de tantos clientes en el día. «Qué pena que haya muerto el hombre tan joven». Pensarían tal vez las personas. O tal vez no.

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