Ella desestima el rol de personaje principal en ésta historia del pan. El pudor le impide hacer vanidad de eso; porque duda si sus pensamientos y palabras encierran malas o buenas intenciones. La emotividad exacerbada de la adolescencia o la espontaneidad de la infancia adyacente; enfrentadas sin tregua, generan la energía para narrar con prontitud. El relato no aguarda para ser contado en el futuro; cuando sea una vista al pasado. O sea dicho; un relato convertido en pan de antaño. Es ahora, en pleno desarrollo, cómo su vida, en el más significativo proceso de transformación.
En un barrio donde todas las personas le eran desconocidas, iba caminando atenta al peligro que significaba desplazarse al atardecer. Primera vez que recorría la ruta hacia la panadería y con la ventaja de la aplicación, no necesitaba preguntar a extraños. Más rápido de lo pensado, llegó a un establecimiento que era diferente a una panadería convencional, pero sin vacilar avanzó, allí vendían y fabricaban panes, lo anunciaba el inconfundible aroma.
Un aviso que servía de propaganda, apenas se notaba. La crecida maleza del jardín trataba de ocultarlo. “La espiga de oro” ‹Pan caliente a toda hora›
La jovencita pronunció unas “buenas tardes” y entró a una antesala. No hubo respuesta de ninguna de las dos mujeres que estaban sentadas; quizás no la oyeron, pensó. Sin embargo la miraron de reojo y continuaron el cuchicheo; moviéndose en el diván para acercarse más entre sí. Con su sagaz oído pudo captar palabras aisladas, hablaban de la enfermedad de alguien. La llegada de un señor de pelo canoso interrumpió a las dos mujeres y una se levantó para conversar con el recién llegado. Por la charla, la muchacha supo que faltaban diez minutos para que los panes fueran sacados del horno, y que el panadero y su esposa estaban trabajando solos, ya que el ayudante había conseguido trabajo en una reconocida pastelería; pues, esa era su especialidad. La mujer se quejaba, que en adelante echarían de menos a Julián y sus exquisitas tortas tres leches.
La panadería ocupaba un espacio habilitado, probablemente la mitad del área de la vivienda. Igual al resto de las otras casas del urbanismo, conservaba la sala sin modificaciones y era donde la clientela se sentaba a charlar, tomar café o comer algún bocadillo ligero; también era la sala para esperar el pan caliente.
Una voz fina la hizo voltear y pudo ver de dónde provenía. Desde el interior de su sala de fabricación de panes y asomado en una ventana, estaba un sudoroso hombre con gorro de panadero, saludando a los presentes. Con su agudo tono informó que únicamente estaba horneando pan francés; preguntó cuántas unidades quería cada quien. Acabó diciendo que faltaban cinco minutos y volvió a su faena. Ese tiempo de espera servía para un ejercicio mental, recordar todos los datos de la tarjeta de débito de su madre, que debería suministrar al momento de pagar. De vuelta a casa tendría la oportunidad de activar el contador de pasos; a una semana de haberse mudado a su nueva casa, le gustaría saber la distancia a pie, de los lugares que en adelante frecuentaría. Miró hacia la calle y su vista fue detrás de un grupo de niños montados en sus bicicletas.
―¡Niña! ¿Cuántos panes quieres?
Respondió, indicando la cantidad. Estaba un tanto sorprendida, la atendía una señora que cubría su cabeza con una extensa pañoleta blanca, decorada con pequeñas rosas bordadas. Supuso que era la esposa del panadero de voz infantil. El panadero despachaba a los demás clientes y lo asociaba por su timbre de voz; él se había quitado el gorro y lucía algo diferente al que vio por primera vez. Pensó que era innecesario el uso de su gorro panadero, la rapada y brillante cabeza no dejaba rastro de un mínimo pelo.
─Aquí tienes, jovencita. ¿Y cuál es tu nombre?
Con otra serie de preguntas, la señora se enteró del nombre de su madre, la dirección de su nueva casa, obviamente de su nombre y de manera simultánea iba pidiendo los datos de la cuenta.
─¡Listo, señorita! Operación exitosa, pero no te vayas. Espérame un momento, te traeré algo delicioso que hago y sin costo para ti.
Nuevos clientes entraban y eran atendidos por el hombre, la muchacha observó que las luces del alumbrado público se encendían y sintió apremio.
─Aquí estoy, y no te preocupes. Nuestro vecindario es tranquilo. Me haces recordar tanto, cuando tenía tu edad. Esos ojos marrones claros, los tenía tan grandes como los tuyos; ya no. Me mantengo maquillada, pero lo que más me interesa es resaltar mis ojos. Ya no sé si logro hacerlo ¿qué crees?
La muchacha dejó salir un efímero “sí señora”, que dejó brevemente en silencio a la mujer.
─No me digas señora, llámame Marina. Si vienes mañana, ven a la misma hora de hoy. Más tarde en la noche, es posible que el pan se haya agotado, nunca dejamos pan para el día siguiente. Saludos a tu madre.
─Muchas gracias, Marina. Tendré en cuenta su recomendación.
─Desde hace cierto tiempo, decidimos sólo fabricar “pan para hoy”. Así lo volveremos hacer mañana.
Un intercambio de miradas quedó en la despedida y el esbozo de una sonrisa la acompañaba. Hoy no haría lo acostumbrado: abrir los panes y revisarlos. Sus grandes ojos le obligaban a escudriñar el pan, antes de meterlo a su boca. Poseer grandes y abiertos ojos le traía algunos problemas; no pasaba desapercibido cualquier elemento extraño o desagradable, por más pequeño que fuese; y eso le hacía perder el apetito. Por esa prodigiosa vista, encontraba piedras, hilos, pelos cortos, largos cabellos y hasta segmentos de patas de cucarachas en una oportunidad.
─¡Mamá! ¿De dónde vienes?
─Salí a buscarte, tardabas mucho. ¿No encontrabas la panadería?
─Llegué derechito, pero tardan mucho en despachar. Aunque valió la pena, la señora me regaló una ración de torta tres leches.
─Le caíste bien a Marina. Hay veces anda amargada.
─No sabía que la conocías; por eso te mandó saludos.
─La conocí el primer día que llegamos aquí y hablamos bastante, luego he ido un par de veces y apenas me saluda.
─Me gustó esa panadería. El panadero no tiene un pelo en su cabeza y aun así, usa gorro. Y la señora Marina se cubre la cabeza con una pañoleta muy linda. ¡Ni un solo pelo asomaba!
─Hija, espera. Debo explicarte algo.
─¡No, mamá! Así deben estar todos los panaderos y panaderas, sin pelos en sus cabezas.
─Hace una semana, cuando conversamos, Marina me contó que su esposo se rapó la cabeza por ser solidario con ella; y Marina cubre su cabeza porque perdió todo su cabello a consecuencia de la quimioterapia. Ella tiene cáncer en una etapa muy avanzada. Llorando me dijo, que al terminar cada día, no sabe si habrá otro.
─Mamá, ésta vez no me importaría encontrar un pelo en el pan.
Madre e hija continuaron caminando a casa en silencio. La adolescente analizaba lo dicho por ella, sabía que era imposible encontrar un cabello de Marina en el pan de la cena.
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