El pan de la vida

El pan de la vida

Adrián Sixto

20/08/2024

Cada mañana, el olor a pan recién horneado inundaba las calles del pueblo. Los primeros rayos de sol se mezclaban con el aroma a trigo y levadura, convocando a vecinos y pájaros por igual. En la vieja panadería, la vida se amasaba con las manos curtidas de don Julio, el panadero de siempre, aquel que heredó la receta de su abuelo, quien a su vez la recibió de manos aún más ajadas por el tiempo.

El obrador era un templo en miniatura: paredes cubiertas de harina, tablas de madera marcadas por los años y un horno que jamás conoció la quietud. En él se cocía mucho más que pan; se cocían historias, recuerdos, esperanzas y ausencias. Allí, cada barra llevaba impresa una dosis de vida: el nacimiento de un niño, la despedida de un amigo, el consuelo de una tarde lluviosa.

Don Julio amasaba con una devoción que muchos confundían con rutina. Nadie sabía que en cada vuelta de masa depositaba pensamientos y anhelos, que con cada pliegue escondía secretos familiares y conversaciones silenciosas con quienes ya no estaban. “El pan es como la vida”, decía siempre a los aprendices, “se estira, se dobla, se aprieta, y, al final, si lo tratas bien, se expande y te alimenta el alma”.

Un día, llegó al obrador un joven poeta, manos delicadas y mirada inquieta, buscando entender qué había de mágico en ese proceso. Se quedó durante horas observando a don Julio, que, entre el crujir de la madera y el chisporroteo del fuego, moldeaba barras con la precisión de quien conoce el alma de su oficio. El joven le preguntó cómo lograba que cada pan contuviera ese toque especial, esa esencia que todos en el pueblo reconocían como inigualable.

“El secreto está en no pensar solo en el pan”, respondió el anciano mientras espolvoreaba harina sobre la mesa. “Amaso con todo: con los recuerdos de las tardes en que mi madre me enseñaba a hacer esto, con el dolor de las despedidas, con la alegría de las bodas, con el miedo a que todo termine alguna vez. Amaso con lo bueno y con lo malo, porque todo lo vivido tiene sabor, y eso es lo que la masa capta. El pan lleva consigo la historia de quien lo hace”.

El poeta entendió entonces que escribir y amasar no eran tareas tan distintas. Ambos procesos exigían paciencia, entrega y, sobre todo, humanidad. Mientras don Julio terminaba de formar las hogazas, el joven pensó en las palabras no escritas, en los versos que aún aguardaban ser moldeados, en cómo, al igual que la masa, las ideas debían fermentarse en silencio, crecer a su ritmo y ser horneadas en el calor de la experiencia.

Aquella noche, el pueblo cenó como siempre, con pan recién hecho en la mesa, pero en cada mordisco hubo un sabor distinto: el sabor de las manos invisibles que entretejen la vida. Al día siguiente, cuando el joven se despidió para continuar su camino, don Julio le entregó una barra de pan aún tibia. “Para que nunca olvides que la vida, como el pan, se amasa cada día, y que hasta el más sencillo de los alimentos puede encerrar la historia de todo un pueblo”.

Y así, como el panadero moldeaba su masa, el poeta se marchó moldeando palabras en su mente, decidido a escribir con la misma devoción con la que don Julio amasaba: con nostalgia, con esperanza, con amor y con la certeza de que, al final, ambos estaban creando sustento para el alma.

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