El pan, ese alimento simple y esencial, se hornea en la mañana o en la tarde, desplegando un aroma de encanto por doquier; va trazando esa invisible carretera que llega a los hogares, avisando de la salida del horno de ese mítico y esperado mendrugo: cálido, tostado y esponjoso.
Dejando en la mente de aquellos que perciben su aroma, una imaginación de deseo y satisfacción al imaginarlo en sus mesas, acompañado de múltiples bebidas y viandas. Pero ahí siempre está ella.
Y ella, el hambre, golpea a la puerta muy temprano en la mañana, cuando el pan no se asoma ni en la ventana. Ella, bien sonriente y callada, se pasea por la casa y se sienta en la butaca. Al no encontrar nada, la muy irreverente y villana vacía los platos, la maleducada.
Dice «¡Eureka!» en la casa del pobre, porque a la del rico, que mucho le sobra, por allí ni se asoma.
“Qué bueno sería hacer sentir hambre al hambre y darle Pan… para que sufra ella, el Hambre.”
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