Me gusta sostener que el pan pebete es un invento argentino. Y no pienso tratar de confirmarlo porque me decepcionaría mucho comprobar que fue creado en Austria (algunos reaccionarios me lo llaman pan de Viena).
La razón fundamental de mi empecinamiento, no obstante, es que la palabra pibe es bien argentina, no tengo dudas, y de ahí su derivación pebete aplicada al pan.
Lo que ocurre es que -modalidad argentina, por supuesto- hay panes adultos y panes infantiles. El francés, por ejemplo, es adulto, bien adulto. El de miga es mixto. Y, el pebete, es infantil y, diría, restringido para mayores.
Para ser comido, el pebete no necesita dientes. Al punto de que algunas madres se atreven a dar pedacitos de pebete a sus bebés aún lactantes.
El pebete tiene sabor semidulzón, y está constituido por tres partes, a saber: la base, el centro, y la carcaza.
La base es plana, consistente, y bien cocida en lo externo.
Como en la mayoría de los panes, el corazón del pebete es la miga y, a diferencia de casi todos, no envejece rápidamente.
La carcaza -me resisto a llamarla corteza- es lisa, cóncava, menos consistente que la base, y de un marrón dorado y brillante. Atributos que le dan su aspecto característico y singularizan.
El pebete no se divide por el medio sino a ras de la base. Esta fracción es habitualmente untada con manteca y/o con alguna mermelada, quedando apta para ser inmersa en el café con leche.
Lo que queda es, en realidad, lo más importante. Esta sección del pebete constituida por cáscara y miga, es apetecible per se. Solita se disfruta como manjar de dioses. Pero, dada su condición, te permite adicionarle lo que se te dé la gana, y todo le queda bien. Tiene, además, la propiedad de ser doblado por la mitad, lo que facilita su inmersión e impermeabiliza lo que quedó dentro. Esto hace que, al llevarlo a la boca, se produzca una especie de zunami gustativo que deleita y emociona. Si creés que hay una mejor manera de comenzar el día, avisame.
Viene al caso señalar que en la Argentina -otra curiosidad de mi país- el verano, independientemente de otras consideraciones, comienza cuando terminan las clases, y termina cuando las clases recomienzan.
Durante este período de poco menos de tres meses se insertan las vacaciones propiamente dichas. Y, esto es, cuando te vas a veranear a alguna parte.
Nosotros solíamos hacerlo en Mar del Plata donde, los chicos, pasábamos prácticamente todo el día en la playa y, más exactamente, en el mar.
Al mediodía, nos sacaban del agua a como diera lugar.
Pero, esa especie de interrupción a nuestro disfrute, afortunadamente, era debidamente compensada.
Para reponer energías, en la sombrilla o en la carpa, además de la abuela, nos esperaba un delicioso y siempre bienvenido, sandwich de pebete de jamón y queso. Y qué pebete!
Hace rato que dejé de ser pibe, por cierto. Y, como adulto, me acostumbré a otros panes.
Pero, aunque hayan quedado tan lejos, nunca he dejado de atesorar en mi paladar y en mi memoria, aquellos incomparables momentos de disfrutar de un pebete.
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