El Pan de la «La Esquina»

El Pan de la «La Esquina»

Heylibido

17/08/2024

A la temprana edad de ocho años, ya comenzaba a percibir el peso de la vida, aunque en aquel entonces no entendía del todo la magnitud de los conflictos que me rodeaban. Nací en el seno de una familia fragmentada, donde las disputas por mi custodia se sucedían con una frecuencia dolorosa. Mis padres, atrapados en sus propias batallas, a menudo se olvidaban de mi existencia. Fue en esos días que encontré refugio en los brazos de mi abuela Marina, una mujer de semblante sereno, que, con el tiempo, empezó a ocupar el lugar de madre en mi corazón. La llamaba «Mamá» con un afecto que iba más allá de los lazos de sangre, porque ella me cuidaba con una devoción inquebrantable, defendiéndome de la severidad de mi padre cuando alguna travesura infantil me traía problemas.

Las tardes se teñían de una rutina cálida y constante. A las seis en punto, mi abuela anunciaba el comienzo de su programa favorito, «Mujer, casos de la vida real». Ese era mi llamado a cumplir con una misión que, para un niño de mi edad, se sentía casi heroica: bajar hasta la panadería del barrio y comprar el pan para la merienda. Vivíamos en el Cerro San Pedro, en Lima, un lugar que la gente de fuera consideraba inhóspito, una favela peruana donde la violencia y la miseria eran moneda corriente. Sin embargo, yo veía más allá de la superficie. En ese barrio de contradicciones, donde la droga y las balaceras se mezclaban con la inocencia y la lucha honesta por salir adelante, encontré mi pequeña comunidad, mi hogar.

La panadería de «La Esquina» era un punto de luz en medio de la adversidad. Sus propietarios, vecinos dedicados y de buen corazón, trabajaban en una garita bajo el gran tanque que proveía de agua a todo el cerro. Allí, en ese modesto espacio, horneaban el pan más delicioso que jamás he probado. Los panes, calientitos y recién salidos del horno de barro, eran una delicia hecha con harina de camote, un manjar sencillo pero incomparable. Mi preferido era el «pan Cara sucia», un pan cuya humilde apariencia no hacía justicia a su sabor. Compraba una docena de panes, suficiente para compartir con mi abuela, quien me esperaba pacientemente en casa, preparando el café, el chocolate caliente, o una taza de té, según la ocasión. Era nuestro pequeño ritual merendero. 

El sol se escondía lentamente detrás de las colinas, proyectando sombras largas que entraban por la ventana de nuestra pequeña sala. Mientras el aroma del pan fresco llenaba el aire, yo me sentaba junto a mi abuela, saboreando esos momentos que, aunque no lo sabía entonces, se convertirían en uno de los recuerdos más preciados de mi vida. El calor del pan casero, el dulce sabor de la chocolatada caliente, y la suave voz de mi abuela me envolvían en una sensación de seguridad y amor que contrarrestaba el tumulto de mi hogar roto. Mi abuela, siempre atenta a mis necesidades, me sonreía mientras yo disfrutaba de la merienda; diciéndole al terminar con gratitud: «Gracias, mami, ya estoy lleno.» A lo que ella respondía con su frase habitual, «Gracias a Dios», una expresión sencilla que encarnaba su profunda fe y su humildad.

Con el tiempo, las cosas cambiaron. Mi abuela enfermó, y el Cáncer de colon se la llevó de mi lado, dejando un vacío que nunca ha sido llenado. Me mudé a Buenos Aires con mi padre, lejos de las calles polvorientas y los rostros familiares de mi niñez. Años después, cuando volví al barrio donde crecí, descubrí que los panaderos de «La Esquina» también habían partido, llevándose con ellos una parte de la historia de mi vida. La garita bajo el tanque estaba vacía, el horno de barro, apagado para siempre.

Pero los recuerdos permanecen, vivos y ardientes como el pan que alguna vez me llenó de alegría. Los momentos compartidos con mi abuela son un refugio al que regreso en mi mente, un lugar donde puedo sentir nuevamente su amor y su calidez. Hoy, más que nunca, la extraño. Quisiera, aunque fuera solo por un instante, volver a saborear ese pan de camote, hecho con esmero en un horno de barro, y sentir que mi alma se llena de esa felicidad simple que solo el amor de una abuela puede brindar.

Te extraño, mami. Gracias a Dios por haberte tenido en mi vida.



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