En un rincón olvidado de la vasta llanura, donde el horizonte se encontraba con el cielo en una línea difusa, un campo de trigo ondeaba al ritmo del viento. Las espigas doradas, altas y esbeltas, se mecían como si compartieran un secreto antiguo, un susurro que sólo ellas podían entender. Pero, ¿y si aquel susurro pudiera ser oído por otros? ¿Y si el trigo pudiera contar su propia historia?
Era un verano caluroso, el sol parecía abrazar cada centímetro de la tierra con una intensidad casi sofocante. Las raíces del trigo, sin embargo, se hundían con fuerza en la tierra fértil, absorbiendo cada gota de vida que podían. Entre ellas, destacaba una espiga en particular, un grano de trigo que había nacido con un brillo especial, una chispa de vida que lo hacía diferente a los demás.
Este grano de trigo, al que llamaremos Tilo, no era como los otros. Mientras los demás granos se concentraban en crecer y fortalecerse, Tilo se dedicaba a observar el mundo que lo rodeaba, maravillado por la danza de las sombras y luces que el sol creaba en el campo. Día tras día, Tilo escuchaba los cuentos del viento, que había viajado por tierras lejanas, y aprendía de los murmullos de la tierra, que guardaba los secretos del pasado.
Una noche, mientras la luna llena iluminaba el campo con su luz plateada, Tilo escuchó algo diferente. No era el susurro habitual del viento, ni el murmullo de la tierra. Era una voz suave, casi imperceptible, que provenía del corazón mismo del campo. La voz hablaba de un destino, de un propósito más allá del simple acto de crecer. «Serás parte de algo más grande», decía la voz. «Tu existencia no será en vano.»
Al día siguiente, cuando el sol despuntó en el horizonte, Tilo se sintió diferente. No sabía cómo explicarlo, pero había en él una sensación de propósito, un deseo de descubrir lo que la voz había mencionado. Los días pasaron y Tilo siguió creciendo, cada vez más fuerte y dorado, hasta que un día, las manos del hombre llegaron al campo.
Los granjeros, con sus rostros curtidos por el sol y la experiencia, comenzaron a cosechar el trigo. Las espigas, que habían bailado durante semanas con el viento, ahora eran cortadas y amontonadas con cuidado. Tilo, que había esperado este momento con una mezcla de anticipación y temor, fue finalmente arrancado de la tierra que lo había nutrido.
Llevado junto con los otros granos al molino del pueblo, Tilo sintió que su viaje estaba lejos de terminar. Mientras era molido y transformado en una fina harina, recordó las palabras de aquella voz misteriosa. «Serás parte de algo más grande», resonaba en su mente. Y así, convertido en polvo blanco y suave, Tilo fue mezclado con agua, sal y levadura, y amasado con manos expertas que sabían cómo dar vida a la harina.
En el calor del horno, Tilo sintió que algo dentro de él cambiaba. Ya no era un simple grano de trigo, ni siquiera harina. Ahora era parte de un todo, parte de una masa que se elevaba y se doraba con cada minuto que pasaba. El aroma que llenaba el horno era delicioso, una promesa de lo que estaba por venir.
Finalmente, el pan estaba listo. Dorado y crujiente por fuera, suave y esponjoso por dentro, Tilo había cumplido su destino. Cuando el pan fue colocado en la mesa de una familia que se preparaba para cenar, Tilo comprendió el verdadero significado de las palabras que había oído en el campo. Su viaje, desde una simple espiga de trigo hasta convertirse en pan, había sido una transformación, una evolución que lo había llevado a ser parte de algo más grande: la alimentación y la satisfacción de aquellos que lo comían.
Mientras la familia cortaba el pan y disfrutaba de su sabor, Tilo sintió una profunda satisfacción. Su vida había sido breve, pero había dejado una huella en el mundo, había alimentado a quienes lo necesitaban. Y así, en el silencio de la noche, mientras la familia dormía, Tilo se desvaneció, convertido en energía y vida dentro de aquellos que lo habían consumido.
Y el susurro del trigo continuó, perpetuando la historia de Tilo y de todos los granos que, como él, encontraron su propósito en la mesa de alguien. Porque el trigo, en su humildad, sabía que su destino era servir, alimentar, y ser parte de un ciclo eterno de vida.
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