– ¡Mamá, me voy a dar una vuelta! – Gritó Dani, dirigiéndose hacia la puerta de la calle sin asomarse a la cocina donde Maite preparaba lo que, a mediodía, iban a ser unas albóndigas.

– Vale, ¡trae pan! – Respondió. Lo iban a necesitar durante la comida. El pan siempre estaba presente durante cualquier comida, pero ese día era domingo e iban a comer albóndigas. Ese día el pan era necesario.

Dani salió a la calle con el entusiasmo que caracteriza a los niños, bajando los escalones de dos en dos, y el último tramo de seis escaleras de un salto. Había quedado con su amiga Julia para… para lo que hacen los niños: descubrir.

Dani y Julia vivieron toda una odisea matutina. Compraron pipas y golosinas en la panadería (sí), fueron a la plaza, jugaron a fútbol con otros niños, recorrieron un camino que conducía a la parte más rural del pueblo, robaron sandías a un campesino, el campesino les persiguió amenazándoles con una azada, se escondieron en una arboleda, se les ocurrió hacer una cabaña en ella, recogieron cuatro palos, los amontonaron al lado del árbol que habían elegido a fin de crear su pequeña fortaleza y, cuando se dieron cuenta, era la hora de volver a casa. Así que ni cabaña, ni cabaño, como le habría dicho Maite.

Dani acompañó a Julia hasta su portal y se encaminó al suyo propio. Durante el trayecto, iba distraído, pensando en cómo podían empezar la semana que viene a construir su casa del árbol y así, absorto en sus pensamientos, iba mirando al suelo y a su alrededor sin prestar mucha atención a lo que veía. Pasó por delante de la papelería, del bar donde su padre solía tomarse su cervecita al salir del trabajo, de la panadería (sí), del orfeón del pueblo, de la iglesia, del colegio, del polideportivo municipal, del pequeño descampado donde los vecinos sacaban a sus perros a pasear, y luego, pasó por delante de su portal hasta dos más allá.

Volvió sobre sus pasos y llamó al timbre.

– ¿Quién? – Sonó la voz de Maite a través del portero automático.

– Yo. – Respondió Dani.

Se abrió la puerta del portal y, de forma mecánica, Dani encaró las escaleras. Sentía una especie de… ausencia. Se encontraba bien, no le dolía nada y acababa de pasar una mañana bastante divertida. Sin embargo, sentía esa ausencia de manera cada vez más presente. Junto con esa ausencia, sobrevino otra sensación. Como si algo le estuviera acechando. Se sentía como un explorador en la selva que sabe que está en peligro, en un lugar hostil y acechado por fieras que aprovecharán el menor traspié para atacar.

– Hola, Mamá. – Dijo Dani, al tiempo que su madre se agachaba para darle un beso en la mejilla.

– Ni hola, ni holo, ¿y el pan?

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